No había muchos
animales ‘avistables’ en el Parque Nacional Mole, a pesar de que era el santuario salvaje más grande del
norte de Ghana y, también, el más internacionalmente conocido. Al menos
no tuvo suerte, y eso que paseó a pie durante toda una calurosa mañana con un
guía -rifle en ristre- y otros curiosos por varias zonas del parque. Eso sí,
pudo divisar elefantes, que retozaban tranquilamente en una charca, gacelas y
algún que otro jabalí verrugoso.
El viajero insatisfecho conoce animales
más hermosos que el jabalí verrugoso africano, pero ninguno tan osado. Su valor
es difícil de calibrar. Su color ceniciento le convierte en un descuidado y
sucio campesino de las praderas, en un intransigente y ácido labrador de la
tierra. Es el defensor, poco agraciado pero muy garboso, de la familia, la casa
y el territorio, y luchará contra todo aquel, sin importarle el tamaño, que se
atreva a molestar o interferir en su satisfecha y horadadora existencia. Hasta
su armamento es de villanos: colmillos curvos, feos pero letales, que emplea de
manera tosca tanto para hozar como para la batalla. Su piel es del color del
polvo, recia y revestida de ásperas cerdas. Tiene los ojos pequeños, hundidos,
legañosos y sin gracia; solo son capaces del recelo y resentimiento.
Desconfiado al
límite, sospecha de todo lo que se mueve y si le sorprende, ataca. No duda en
su estrategia, si es que la tiene, siendo muy peligroso al emerger de su
escondrijo pues utiliza el factor sorpresa.
No le falta astucia.
Se mete de culo en su pequeña y acogedora guarida, prestada o requisada la
mayoría de las veces, para que no lo pillen nunca por sorpresa. Con su hocico
apila tierra en la parte interior del agujero. Esta tierra sirve como pantalla
de polvo que se dispersa como un nubarrón envolvente en el momento en que el
jabalí se abalanza al ataque.
Esta es la literatura
de su fisonomía y estilo de vida, pero observar a aquel paciente jabalí
verrugoso en el Parque Nacional Mole no era nada más que motivo de cautelosa
alegría. Sin gracia, eso sí.
No piense el lector
que era fácil llegar al Parque Nacional. Para un mochilero
en África nada es fácil, todo lo contrario, trabajoso y, en ocasiones,
temerario. Había que tomar un destartalado autobús en la ciudad de Tamale
que no transitaba, sino unos pocos kilómetros, por carretera medianamente
asfaltada. El resto era un camino de tierra -algo parecido a la zahorra
natural- lleno de promontorios y baches, nada ideal para el mochilero cargado
siempre de dolores de columna y espalda. El ‘buseto’, que debía llegar hasta la entrada del parque en la oscura
noche, podía perfectamente dejar tirado al curioso, como así ocurrió, en el
pueblo de Larabanga, a varios kilómetros del destino y con escasos
alojamientos nocturnos.
Al día siguiente, el dinero, la necesidad del ‘business’ de jóvenes locales moteros/buscavidas y el
orgullo por conseguir la meta harían el resto para ver cumplido el deseo de
visitar el Parque Nacional.
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