
Desde Bogotá, un vuelo les llevó, a su amigo y a él, a Leticia, a orillita del río Amazonas. Una barca contratada les adentró en la inmensidad de la selva por afluentes amazónicos llenos de vida animal, vegetal, salvaje, y de pirañas. La noche la tenían que pasar en un poblado amazónico, ya en territorio peruano.
Las comodidades de la vida madrileña contrastan con las incomodidades de la selva amazónica. “Yo, aquí, no creo que pueda dormir”, aseguró el amigo al subirse, no sin ayuda, a la hamaca en la que debería descansar.
Ya en la suya, la mente del viajero insatisfecho comenzó a fantasear. Reinaba un completo silencio y quietud, y en los rincones se amontonaban las sombras que producía una mísera vela encendida, cuando -a los dos minutos- el amigo-que-no-podría-dormir roncaba como gorrino en su cochiquera. No pudo este viajero evitar el golpe de risa convulsiva, forzada y, a la vez, entrecortada ante la sorpresiva aparición de aquellos ruidos venidos, quizás, de ultratumba. Seguro que se les oiría más allá de la quietud de la estancia, en la orilla del río que hacía poco habían surcado -ambos- sin el menor indicio de agotamiento.
Varias horas después.
Pocas.
Los que han velado alguna vez a un enfermo conocen esos débiles ruidos que se oyen en medio del silencio. De repente, en ese duerme-vela amazónico, el canto del gallo sonó como un estruendo dentro de la cabaña.
Se acabó el feliz descanso.
- ¡Hijo-e-puta! Fue el grito que al unísono soltaron el viajero y su amigo cuando el día comenzaba a levantarse.
No eran más de las seis de la mañana y el gallo entonaba su habitual canto de libertad debajo de las hamacas, al margen del sueño, cansancio o espanto de unos mochileros venidos de lejos.
¿Quién molestaba a quién?.
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