Al llegar a Mahajanga,
después de un ajetreado viaje (ya contado) en un Peugot 504 lleno de gente, olores y polvo, procedente de Antananarivo,
capital de Madagascar, aterrizó en un hotelucho de la ciudad. Cree recordar que
fue el Hotel Valiha, pero no da un
céntimo por asegurarlo. Si podría asegurar que estaba enclavado en un edificio
colonial, de habitaciones baratas, con las sábanas tan húmedas y olorosas que
en principio ni intentó tocar. Y eso que anhelaba dormir. Estaba derrotado,
pero no le apetecía dar en la soledad de la habitación el último bocado a unos
plátanos que llevaba en la mochila azul, comprados unos kilómetros antes de
finalizar el largo, pesado y
traqueteante trayecto. Bajó al patio-terraza a compartirlos con unas risueñas,
locuaces y gritonas prostitutas, más baratas, seguro, que la habitación del
hotel.
Fue un atardecer diferente. La suave brisa que daba en la cara y adormilaba al viajero insatisfecho, movía también las hojas de un abandonado seto que hacía de divisoria entre terraza y la polvorienta calle de asfalto destrozado. Cuando el sol casi había caído en el ‘villorrio malgache’, rodeado como estaba de aquellas jóvenes negras que le ‘bailaban el agua’, no le sorprendió mucho la aparición de otro grupo de mujeres de bonitos tocados y llamativos vestidos tradicionales que danzaban al unísono, no sabe qué, en una plazoleta a escasos metros de donde estaba. Poco a poco, el son de los tambores, el baile y el gran grupo de mirones convirtió aquello en una actuación.
Fue un atardecer diferente. La suave brisa que daba en la cara y adormilaba al viajero insatisfecho, movía también las hojas de un abandonado seto que hacía de divisoria entre terraza y la polvorienta calle de asfalto destrozado. Cuando el sol casi había caído en el ‘villorrio malgache’, rodeado como estaba de aquellas jóvenes negras que le ‘bailaban el agua’, no le sorprendió mucho la aparición de otro grupo de mujeres de bonitos tocados y llamativos vestidos tradicionales que danzaban al unísono, no sabe qué, en una plazoleta a escasos metros de donde estaba. Poco a poco, el son de los tambores, el baile y el gran grupo de mirones convirtió aquello en una actuación.
Esa sensación de bienestar, relajo y
tranquilidad del viaje se apoderó del cansado mochilero encandilado por el ambiente, el
jolgorio y la actuación. Si tuviera que elegir momentos, añadiría este a su
pasión viajera.
Copyright © By Blas F.Tomé 2012