Reservó tres días para Ciudad del Cabo. No la había recorrido a la llegada, después de aterrizar en el aeropuerto.
Ciudad
del Cabo era una
bella ciudad. Su ubicación era particularmente generosa con su estética y su ritmo
bullicioso. A los pies de la montaña de la Mesa/Table
Mountain, la ciudad. Ambas —ciudad y montaña— componían un conjunto realmente
sensacional. Desde lo alto, se podía apreciar una bonita panorámica, y desde el mar, el excelente conjunto que formaban. Tuvo dificultades
para tomar el teleférico y hacer la ascensión a lo más alto. En el primer
intento —el día que llegó— el teleférico estaba cerrado por fuertes vientos en
su parte alta. Al día siguiente, en un segundo intento, se encontró con que las
nubes, que hacían de sombrero, impedían la bella panorámica desde arriba, y lo
desestimó. Tuvo que esperar varias horas para hacer un tercer y último intento,
cuando el cielo abierto y soleado lo permitió.
Espectacular panorámica: Ciudad del Cabo, a los pies, con su puerto vivo y en permanente ajetreo; el pico Cabeza de León/Lion’s Head, en uno de los lados, y el inmenso océano al fondo, con la isla Robben muy cerca. Toda una experiencia viajera, simbólica y plena.
Hizo
un intento de ascender completo el pico Lion’s
Head, pero, aunque había una delimita senda, abandonó a la mitad. Callejeó
mucho por sus calles más clásicas, más estilosas, de los primeros pobladores
europeos, los afrikaners, y más
cuidadas.
Puso los pies en el castillo de Buena Esperanza, un fuerte construido en el siglo XVII en Ciudad del Cabo, y no en el homónimo cabo, alejado éste unas cuantas decenas de kilómetros. En 1936 el castillo fue declarado monumento nacional y después de las restauraciones en la década de 1980 era considerado el ejemplo mejor conservado de una fortaleza de la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales.
Al
día siguiente, visitó Robben Island, a
unas pocas millas del puerto. Un ferry transportaba al viajero insatisfecho, ida y vuelta, y a un centenar más de curiosos.
La isla era llana y nada especial. Tenía como único atractivo el haber sido la
prisión del hombre sudafricano más famoso: Nelson Mandela. Breve recorrido en
bus por la isla y visita al centro penitenciario de máxima seguridad. En él, un
ex preso político explicaba sus vivencias, algunas realmente duras, mientras
visitaban las instalaciones, como los comedores, los baños y patios interiores.
Unas fotografías, uniformes y grilletes ayudaban a hacerse una idea de cómo
funcionaba la cárcel. Pero era al llegar a los barracones de celdas, cuando se daba
cuenta de lo que supuso Robben Island
y, en concreto, al ver la celda número 466, donde Mandela/Madiba había cumplido
parte de su condena: un pequeño y húmedo espacio, de poco más de dos metros de
largo por otros tantos de ancho, con una esterilla en el suelo, una manta, una
mesa y un cubo en el que hacer las necesidades.