"Un paraíso”, le dijo al mochilero un veinteañero indio, melenudo (con ese pelo negro y lacio que caracteriza a los indios precolombinos), guapo, sonriente y agradable, mientras le repasaba, suavizaba y acariciaba las carnes a una joven canadiense. “Un paraíso”, repitieron al unísono. Componían una pareja simpática.
Y utilizaron el término “paraíso” para referirse a las islas de San Blas (Panamá). Eso le animó al viajero insatisfecho en la decisión de embarcarse en el trayecto de conocer el archipiélago. Más tarde pensó que el “paraíso” era el que habían alcanzado ambos jóvenes después -seguro- de unos tragos, y quién sabe qué más, a muy altas horas de la madrugada; casi amaneciendo en Panamá City.
El trayecto en barca a la zona, un suicidio, por la nueva vía abierta, después de que las lluvias torrenciales y corrimientos de tierra cerraran el ya clásico camino de acceso hacia el pequeño embarcadero. Con la mar picada y embravecida, un pequeño bote para pasear turistas, no parecía la mejor manera de atravesar una zona de mar abierta y denso oleaje, donde el Atlántico pegaba fuerte, cabreado e inconsciente.
El archipiélago San Blas como protegido por los dioses del Olympo (y del oleaje maldito, claro) era un remanso de paz. Ya en su interior, encuentre donde se encuentre el viajero, siempre tendrá varias islas a la vista. Atomizadas islas (365 dice el libro-guía), auténticos palmerales, 'paraíso' de mochileros y, lo principal, hogar de los kunas, uno de los pueblos originarios de Centroamérica que mantiene aún su identidad y sus seculares tradiciones.
Cada kuna o familia, propietario de su isla, organiza su vida rodeado de agua-sin-fin.
Toda una delicia.
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