En el macizo de Sierra Nevada, en Colombia, se encuentra la popularmente conocida “Ciudad perdida”, restos de un enclave de la antigua civilización tayrona, hoy convertido en lugar de orgullo colombiano y destino turístico, claro. De difícil acceso por su ubicación lejana, es toda una experiencia aventurera llegar a sus famosas terrazas. Pero la recompensa es grata, si no sucumbes a los impertinentes mosquitos que te atacan sin piedad a lo largo del camino.
Consulto mi diario, de entonces, y leo dentro de mis breves apuntes una frase: “la recompensa es el camino”. Y de pronto, el recuerdo, como graciosa anécdota, de “la última Coca Cola” como llamaba mi guía a hurtadillas a la mujer que nos acoge en su cabaña el primero de los seis días que dura la expedición.
En mi casa aún destaca, entre varios objetos viajeros, el poporo que el kogi Valencio me regaló un amanecer en ese impresionante paraje, todavía a falta de una jornada de camino a la “Ciudad perdida”. El poporo, especie de calabaza hueca, es el “vicio indígena” -según reseña mi diario- que tiene sus orígenes tan lejanos como el propio pueblo, como la propia civilización tayrona, ya desaparecida. Unas conchas de molusco, recogidas cada año en las lejanas aguas del mar Caribe, posteriormente molidas, son colocadas dentro de este particular recipiente. Esa masa blanquecina, que luego mastican mezclada con hojas de coca, sirven al pueblo kogi -descendiente de los tayrona- y también a los arzario -similares en sus ropas a los primeros- de reconstituyente para aguantar las duras jornadas por las selváticas veredas de Sierra Nevada.
Momentos cumbres de la experiencia aventurera: ese constante “sube y baja” por valles y montañas que te alejan del mundo civilizado colombiano y, casi, se convierten en un obstáculo para tu objetivo; esa vereda serpenteante y estrecha que hace frágil al poco iniciado caminante; ese paso del río por un rudimentario puente de troncos y cortezas construido por el pueblo kogi, muy útil para el lugareño y para el turista empecinado en transitar su territorio; ese encuentro inesperado con los primeros niños kogi (ver fotografía) a quienes consigues convencer para que te presten su sonrisa como recuerdo en una instantánea; ese primer poblado indígena que han anunciado, con su presencia, esos niños solitarios; esa breve charla con el chamán mama Lorenzo, hombre difícil y poco comunicativo pero verdadero jefe espiritual para esas gentes que acuden a su destartalada cabaña; esa subida desde el cauce del río por las empinadas escaleras tayrona hacia el soñado destino y, sobre todo, esa visión final de la “Ciudad Perdida” (ver fotografía principal). La meta. Imponente en sus terrazas, pacífica y tranquila en sus imaginarias calles transitadas antaño por aquella civilización tayrona, ahora lejana,.... y triste, como el fin de ese pueblo que la levantó y, obligado, la abandonó.
A modo de disculpa. Acabo de iniciar mi blog y cuento historias, a veces de antaño, pero pronto, pronto, escribiré desde algún país lejano.
Consulto mi diario, de entonces, y leo dentro de mis breves apuntes una frase: “la recompensa es el camino”. Y de pronto, el recuerdo, como graciosa anécdota, de “la última Coca Cola” como llamaba mi guía a hurtadillas a la mujer que nos acoge en su cabaña el primero de los seis días que dura la expedición.
En mi casa aún destaca, entre varios objetos viajeros, el poporo que el kogi Valencio me regaló un amanecer en ese impresionante paraje, todavía a falta de una jornada de camino a la “Ciudad perdida”. El poporo, especie de calabaza hueca, es el “vicio indígena” -según reseña mi diario- que tiene sus orígenes tan lejanos como el propio pueblo, como la propia civilización tayrona, ya desaparecida. Unas conchas de molusco, recogidas cada año en las lejanas aguas del mar Caribe, posteriormente molidas, son colocadas dentro de este particular recipiente. Esa masa blanquecina, que luego mastican mezclada con hojas de coca, sirven al pueblo kogi -descendiente de los tayrona- y también a los arzario -similares en sus ropas a los primeros- de reconstituyente para aguantar las duras jornadas por las selváticas veredas de Sierra Nevada.
Momentos cumbres de la experiencia aventurera: ese constante “sube y baja” por valles y montañas que te alejan del mundo civilizado colombiano y, casi, se convierten en un obstáculo para tu objetivo; esa vereda serpenteante y estrecha que hace frágil al poco iniciado caminante; ese paso del río por un rudimentario puente de troncos y cortezas construido por el pueblo kogi, muy útil para el lugareño y para el turista empecinado en transitar su territorio; ese encuentro inesperado con los primeros niños kogi (ver fotografía) a quienes consigues convencer para que te presten su sonrisa como recuerdo en una instantánea; ese primer poblado indígena que han anunciado, con su presencia, esos niños solitarios; esa breve charla con el chamán mama Lorenzo, hombre difícil y poco comunicativo pero verdadero jefe espiritual para esas gentes que acuden a su destartalada cabaña; esa subida desde el cauce del río por las empinadas escaleras tayrona hacia el soñado destino y, sobre todo, esa visión final de la “Ciudad Perdida” (ver fotografía principal). La meta. Imponente en sus terrazas, pacífica y tranquila en sus imaginarias calles transitadas antaño por aquella civilización tayrona, ahora lejana,.... y triste, como el fin de ese pueblo que la levantó y, obligado, la abandonó.
A modo de disculpa. Acabo de iniciar mi blog y cuento historias, a veces de antaño, pero pronto, pronto, escribiré desde algún país lejano.
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