26 de febrero de 2025

Viaje hacia el sur de Madagascar, Toliara


Rickshaw, en Toliara

Estaba decidido. El trayecto de Antananarivo a Toliara lo haría de un tirón. Eran unos 900 kilómetros, y le habían dicho que tardaría unas quince horas. Demasiado, pero el viajero insatisfecho no se achantó. Tuvo que pasar la noche dentro del minibús, un transporte colectivo cargado hasta arriba (sí, en la baca iban también bultos, cajas, sacos e, incluso, una motocicleta y un gran pato). Apiñado, en un asiento estrecho y con olores sutiles, a ratos penetrantes, pasó no quince horas, sino veintidós. Atravesaría de prisa territorios en la noche que le apetecería visitar. Ya lo haría a la vuelta —de manera más pausada—, pues la ruta de regreso hacia el centro y norte era la misma, la RN7. A lo largo del recorrido hubo paradas para evacuar (varias), cenar, desayunar y cómo no, para dejar y recoger pasajeros, y más bultos. Era su primer recorrido largo por la isla y en la primera parada para la cena, sin saber que pedir, se aventuró con el plato típico, akoho (arroz, pollo o pescado, y sopa —algo parecido—) que, según observó, pedía la gente local que le acompañaba (era el único extranjero, y lo sería casi siempre en estos transportes locales). Tampoco había mucha variedad para elegir. Este plato se convertiría en el alimento-recurso en la mayoría de las paradas durante los trayectos en Madagascar.

Una vez amanecido, la pausa para el desayuno fue directamente en uno de esos mercados populosos de carretera, que estaba despertando, donde más que puestos para tomar algo había tenderetes de ropa, herramientas y otros cachivaches chinos. El café o el té siempre fue un buen recurso. Por los alrededores y de camino al destino, paisajes llanos, con vegetación de matorrales y pequeños arbustos que semejaban a palmeras en crecimiento.

El minibús hizo su entrada en Toliara sobre las cuatro de la tarde, veintidós horas después de haber salido de Antananarivo. Derrotado, cansado, sin haber dormido un solo minuto, alquiló un rickshaw para que le llevara al hotel Chez Alain —resultó estar a poco más de doscientos metros de la gare routière—. Este hotel, sería uno de los mejores en los que se alojaría a lo largo del viaje: un bungaló estiloso, cuidado y limpio, en medio de unos jardines con los mismos calificativos. Allí se alojaría dos noches que tenía contratadas a través de Booking (una oferta), la tercera noche le resultaría demasiado cara y daría con sus huesos en el hotel Paletuvier, más barato, pero de otro estilo.


Zona portuaria

Toliara era una ciudad portuaria, con cierto movimiento de grandes barcos de transporte. Cuando se acercó por allí estaba la marea baja, y una gran extensión de arena y tierra, con pequeñas barcas varadas, dejaba ver el puerto a lo lejos, pero le dio pereza alcanzar. De camino, vio varios pequeños hoteles, con algunos personajes blancos por los alrededores. Parecían veteranos marineros jubilados, dispuestos a pasar sus últimos días en aquellas latitudes. No lo confirmó.

Desde esta ciudad, que recorrería andando y en rickshaw (era la ciudad de estos vehículos a pedales, había miles), se acercó al poblado de Ifaty, alejado unos cuarenta kilómetros. La antigua “guía-libro” que llevaba lo señalaba como visitable. Era un sencillo poblado de pescadores, con una extensa playa. Los pescadores llegaban a ella, con sus pequeños barcos y capturas. Paseó por la playa, atendió a las mujeres que le querían vender pareos y artesanías, tomó una cerveza en uno de los sencillos bares playeros y, después de comer en un restaurante, ubicado bajo un gigantesco tamarindo, regresó a Toliara en un transporte local.


Playa de Ifaty


Gigantesco tamarindo: bajo su sombra comió

Tenía planes para dirigirse más al sur del país, pero según informaciones recibidas, en época de lluvias (estaba en ella) era poco aconsejable. Luego, se arrepentiría de haber atendido todas estos consejos y sugerencias, que serían bienintencionados, pero que, al fin y al cabo, le impidieron conocer los territorios más al sur.


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16 de febrero de 2025

Llegada a Madagascar: Antananarivo

Calle, frente al hotel, a la llegada

Dos o tres días antes de la salida hacia Madagascar se dio cuenta de que viajaría al país en época de lluvias. Antes, ni se había preocupado del tema.

Llegó a Antananarivo, capital del país, en un taxi procedente del aeropuerto. Cuando se encontraba ya cerca del hotel (Le Relais Normand) comenzaba a llover con fuerza. Saltó del taxi a la acera, una alta acera, y entró en el hotel. “¡Vaya! —pensó— comienzo bien”. Luego, con el paso de los días se daría cuenta de que no era para tanto. A lo largo de los trayectos malgaches llovió —sí, llovió en ocasiones— pero algo normal. Sufrió un tifón (muy cacareado en internet) en una de las ciudades norteñas, pero no fue para tanto. El viaje en este sentido transcurrió con cierta normalidad.

Esa tarde, porque era ya por la tarde cuando pisó Madagascar, no salió del hotel nada más que a dar una pequeña vuelta por los alrededores más cercanos: un breve recorrido de inspección, siempre necesario para ubicarse en el lugar. Al día siguiente, comenzaría oficialmente sus paseos por esta “descerebrada” urbe de más de millón y medio de habitantes. Ubicada, en parte, en laderas de pequeñas montañas y en sus valles correspondientes, tenía unas calles pendientes (sobre todo, la parte vieja), otras llanas, para patear sin descanso durante varios días. No estaría nada más que dos, antes de emprender la ruta por el país, pero volvería a ella en varias ocasiones. Como centro del país que era, de Tana (así llamaban a la capital en el país) partían las carreteras hacía todos los puntos cardinales y era necesario volver a ella: después de viajar por el sur e ir hacia el este, y de regreso del este para ir hacia el norte. Pisó Tana en tres ocasiones.


Antananarivo, desde una de las colinas

El segundo día visitó uno de los sitios ineludibles: el palacio de la Reina, o Rova, en la parte más alta de la ciudad, con unas vistas espectaculares (incluida una panorámica del lago Anosy, lago artificial en forma de corazón, con el monumento central a los caídos en la Primera Guerra Mundial). En su anterior visita al país, este viajero insatisfecho, ya había conocido el Rova, pero entonces, recién incendiado, estaba en malas condiciones, ahora, ya restaurado, ofrecía otro aspecto más bello, o más turístico. Durante la subida, la vida cotidiana de sus gentes se mostraba al visitante: tiendas o tienduchas que vendían de todo; personas en las aceras ofreciendo sus productos; mujeres lavando la ropa; niños corriendo y jugando,… En resumen, vida malgache. Las casas y edificios de las laderas, con sus rojos y oxidados tejados, y su estética, daban información sobre la dominación colonial, sobre la arquitectura francesa heredada después de muchos años de influencia y arraigo.


Palacio de la Reina, o Rova

A la bajada, recorrió el mercado de Zoma (ubicado al final de la Avenida de la Independencia, en el centro), con sus característicos parasoles blancos, donde el bullicio y la aglomeración de gente producía cierto impacto. 

Se encontraba absolutamente de todo, desde ropa a verduras, legumbres, artículos de costura, productos de limpieza, pintura, mercancías de ferretería, y las habituales “baratijas de chinos”. Paseó por la ciudad, donde los cambistas de dinero, los vendedores de artilugios y los mendigos abordaban al mochilero. “No, no y no”, era su recurso ante tanta insistencia.

Escaleras, bajando al mercado Zoma

Por la tarde, con la intención de reservar el billete para la salida de la ciudad (según le dijeron, era necesaria esta reserva), se acercaría a una de las estaciones de minibuses: bulliciosa, con un ambiente africano a raudales).
Al siguiente día, abandonaría la capital, rumbo hacía otras latitudes.

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