6 de junio de 2025

Ambanja y, más al norte, Ankarana / Madagascar


Puente destruido sobre el río Ifasy. Cruzando el río en barca.

Sabía, porque recordaba del anterior viaje a Madagascar (hacía unos 30 años), que la distancia entre Mahajanga —donde estaba— y Ambanja sería larga. Le esperaba otra noche completa de insufrible minibús, pero parecía que era la solución más acertada. Las poblaciones de paso entre estas dos ciudades, no tenían nada interesante. Aunque Ambanja tampoco, pero era quizás un buen sitio para hacer un alto en el camino, descansar y luego continuar viaje más al norte.

Llegó a Ambanja a primera hora de la tarde, después de la incómoda noche en el bus. Buen momento para buscar hotel donde pasar la noche, pero… ¿qué hotel? No sabía, y pidió de nuevo ayuda a un rickshaw que, por cierto, consiguió con verdadera dificultad. No había muchos por los alrededores pues el minibús les había dejado fuera de la terminal de buses, en una calle apartada donde debía descargar gran parte del material que llevaba en el techo: en la baca, siempre cargada hasta los topes. Debió de encontrar el richshaw menos espabilado de la ciudad, pues después de las indicaciones sobre las características mínimas del sitio, le llevó a un hotel destartalado, rayando los bajos fondos. El segundo tampoco tenía las condiciones mínimas de habitabilidad, y no sería hasta el tercer intento cuando vio algo aceptable, aunque realmente apartado del ambiente céntrico de la ciudad. Pensó que este meollo no existía, pero luego de tomar posesión de la habitación y darse una refrescante ducha, descubrió que sí había un centro muy movido y ambientado de gente, muy cerca de la terminal de transportes, donde, en territorio africano, suele haber siempre atmósfera de mercadeo y movimiento.

No le preocupaba mucho recorrer la ciudad pues sabía que, después de visitar el norte extremo del país, volvería otra vez a Ambanja.

Para tomar el primer refrigerio del día, hizo un almuerzo tardío —sobre las cinco de la tarde— en el hotel Palma Nova, y le vinieron a la memoria sus años de estancias mallorquinas en la playa del mismo nombre. Allí conocería a un personaje-guía que, al día siguiente, le ayudaría a llegar a la entrada de la Reserva Especial de Ankarana, para posteriormente ejercer de guía durante el recorrido.

¡Pero vaya trayecto hasta allí!

Emplearon gran parte del día siguiente en una distancia no excesivamente larga, entre Ambanja y Ankarana.

En este trayecto para llegar a la entrada de la Reserva, dos grandes puentes sobre dos ríos habían sido derrumbados por pasadas inundaciones (¡en la carretera nacional norte-sur, RN-6!), hacía ya unos años, y era necesario atravesar su cauce en pequeñas barcas. Por clarificar movimientos: el primer minibús local les llevaría —recuerde el lector que va con otro personaje— hasta la orilla del primer río, estación final para el vehículo. Allí, lo atravesarían en una pequeña barca y tomarían otro minibús hasta el siguiente río, cuyo puente también había desaparecido y, de nuevo, otra barca para cruzarlo. Del otro lado, les esperaría un nuevo minibús local para continuar trayecto hasta la puerta de la Reserva Especial de Ankarana.


Entrada a la Reserva Especial de Ankarana

Tsingy, en la Reserva Especial de Ankarana

Puente colgante sobre los tsingy

Esta Reserva era conocida por los tsingy: unas formaciones rocosas muy especiales y de espectaculares aristas, formadas por las aguas subterráneas que habían ido socavando las tierras altas y habían creado cavernas y fisuras en la piedra. Componían sin duda un paisaje muy original y tremendamente peligroso para los normales movimientos humanos. Estas zonas poseían gran cantidad de fauna: reptiles; anfibios, en las aguas subterráneas; lémures; murciélagos y hasta una gran variedad de caracoles. Por supuesto, abundante y variada flora.

La expedición duró una larga jornada. El viajero insatisfecho —aunque satisfecho y tranquilo— llegó de regreso, al campamento base a la entrada de la Reserva, agotado.


Lémur corona, en los tsingy

Copyright © By Blas F.Tomé 2025

21 de mayo de 2025

De camino a Mahajanga / Madagascar


Baobab, en Mahajanga

Toda la nochevieja la pasó instalado en un minibús/matatu, camino de Mahajanga. Horas y horas en la absoluta oscuridad del interior, iluminados únicamente por los faros del vehículo. Circularon a buen ritmo por aquellas carreteras maltrechas. Cruzaron pequeñas poblaciones donde el sonido de la música, en algunos tenderetes a los lados de la carretera, anunciaba que era una noche especial. El vehículo paró unos treinta minutos poco antes de la medianoche y el viajero insatisfecho realizó el cambio de año tomando un cuenco de arroz blanco y cinco o seis brochetas que, con la escasa iluminación, semejaban ser carne, pero por el sabor más parecían vísceras.

Pisó tierra de la ciudad de Mahajanga ya avanzado el mediodía del primer día del año. No tenía hotel previsto, por lo que se encomendó al supuesto buen hacer de un rickshaw motorizado. ¡Un desastre! Le llevó a hoteles caros, aunque le había pedido lo contrario, e intentó cobrar al final una fortuna. Se vio obligado a ponerse duro con aquel personaje y no satisfacer sus peticiones. Al final, todo se resolvió con un cabreo superlativo del motorista/rickshaw.

¡Que le den, por estafador!

Para el mochilero, Mahajanga era una ciudad conocida, pero el paso de los años la había convertido, otra vez, en desconocida. No recordaba gran cosa y le parecía un nuevo hallazgo. El gran baobab, a orillas del mar, era la única imagen recurrente que tenía de la población. Allí, a redescubrirlo, se fue el primer día, y encontró al voluminoso árbol igual que su mente recordaba (21,70 metros de circunferencia). Luego se acercaría por la zona en otras ocasiones, pues por los alrededores vendían unos cocos fríos que le refrescaban del intenso calor.

En los bajos del hotel Central, donde se hospedó a partir de la segunda noche, había un restaurante de una calidad aceptable que daba a la calle. Muchos personajes, en apariencia marineros jubilados franceses, pasaban la mañana en aquel local, en interminables charlas delante de un café. Parecían conocerse todos: todos se saludaban.


Cirque rouge, en los alrededores de Mahajanga

Ducha natural, en la inmediaciones de la playa Cirque rouge

Vagueó bastante por sus calles y visitó el puerto, uno de los más grandes del país, y de donde Bruno, protagonista del libro, En busca de “otra” Marlene Dietrich, había partido en aquel barco de carga hacia el continente negro, en concreto, hacía Beira, Mozambique. Otro de los días, alquiló un rickshaw motorizado para acercarse al Cirque Rouge —a unos veinte kilómetros (insufribles)—, un terreno compuesto por una variedad de suelos de diferentes colores, desde el púrpura puro hasta el blanco claro, que formaban un enorme anfiteatro. Aquellas formaciones arcillosas multicolor, gracias a la imaginación, reinstalaban a su mente en películas futuristas hollywoodenses.

Ojeó, además, la extensísima playa cercana y solitaria, y regresó satisfecho a Mahajanga.


Campos de arroz, camino de Mahajanga


Copyright © By Blas F.Tomé 2025

10 de mayo de 2025

Trayecto de regreso a Antananarivo

En la playa de Mohambo, dedicado al coco

Para continuar su recorrido hacía el noroeste de Madagascar, desde el este, donde se encontraba (isla de Sainte Marie), debería regresar a Antananarivo, desandando —en medios de transporte, claro— el camino de ida. Un regreso por escalas, pues el trayecto era largo y las carreteras muy, muy deficientes.

Lo primero, para salir de la isla, era tomar el barco de regreso a Mohambo, donde pretendía dormir una noche. Arribó a esta pequeña población playera a media mañana y pasaría ese día deambulando por la playa, y matando el tiempo a base de agua de coco, cerveza y chupitos de ron local, con diferentes sabores (banana, tamarindo,….). Al día siguiente tomaría un matatu/minibús que le llevaría a Tamatave (aquí descansaría unas horas), y continuaría camino hacia Antananarivo. A esta capital del país, llegaría a primeras horas de otro nuevo día. Verdaderas jornadas viajeras, con muchas horas sentado en matatus, a veces insufribles. Llevaba ya más de un mes por estas tierras y los constantes viajes hacían mella en sus cansados huesos, pero… ¡adelante!

De nuevo, tuvo problemas para abandonar Antananarivo hacía el noroeste del país, debido a las fechas vacacionales malgaches. En concreto, pretendía dirigirse a Mahajanga, para iniciar un recorrido por lugares y poblaciones ya conocidos en su primera visita —y la única— al país, aunque de ello hacía ya muchos años.


Lago Anosy, en Antananarivo

Durmió dos noches en Antananarivo y durante el día intermedio se dedicó a recorrer barrios y calles populosas, a cambiar dinero (euros-ariary) y dar un paseo por la orilla del lago Anosy, ubicado en el centro de la ciudad. Ya lo había divisado desde lo alto del palacio de la Reina / Rova, los primeros días, cuando había llegado al país y, ahora, lo bordearía andando al completo. No pudo visitar el monumento central del lago, al que se accedía por un estrecho paseo, por encontrarse cerrado. No importaba. Observar a los paseantes, en un recorrido —allí sí, tranquilo—, fue uno de sus sencillos placeres. Muchos —demasiados— personajes en aparente abandono social (recogían basura, lavaban sus pocas pertenencias en el sucio lago,…) deambulando también por las inmediaciones hacían que el viajero insatisfecho se mantuviera siempre alerta, aunque estaba en una zona transitada por lo que se minimizaba el peligro. Además, ya iba conociendo la bondad de los malgaches, aun teniendo alguno de ellos un aspecto poco atractivo o más bien sospechoso.

Saldría hacía Mahajanga el 31 de diciembre, a media tarde.


Original adorno/jardinera, a orillas del lago Anosy


Copyright © By Blas F.Tomé 2025

30 de abril de 2025

Isla Sainte Marie / Madagascar


Zona de manglares en la isla Sainte Marie

Estando en Tamatave/Toamasina, al este del país malgache, no debería perderse la isla Sainte Marie (Nosy Boraha), al norte de esta gran población. Este enclave tenía fama de centro turístico, lo que así, de entrada, no apetecía mucho. Al final, pensó que mucho turismo en Madagascar era hablar de unos pocos extranjeros de estancia o visita. La isla no distaba muchos kilómetros de Tamatave, pero tenía la seguridad de que serían duros. Se había informado de que un barco/ferry salía todos los días desde Mohambo, a unos 90 kilómetros al norte, y hasta allí se acercó. Más de tres horas de trayecto en los habituales minibuses (matatus, se llaman en algunos países africanos). Durmió esa noche en un bungaló —muy básico— en la playa de Mohambo, justo enfrente de donde saldría el ferry a la isla. Cenó una langosta —era bastante barato— y se dejó acribillar por los mosquitos (el Relec, no siempre cumplía su función), pero hacía una noche tan agradable que apetecía disfrutarla oyendo las suaves olas.

El ferry partió con puntualidad africana (dos horas después de lo previsto). Fueron tres o cuatro horas de navegación —no recuerda— con el océano Índico en calma, al menos en aquel trayecto. Desembarcaron en la población de Ambodifototra, la más importante de la isla, donde encontró un hotel asequible a su presupuesto.


Antiguo faro, al norte de Ambodifototra, en la isla Sainte Marie

Una isla donde se mezclaba la realidad actual, atractiva para turistas y viajeros, y la historia, llena de leyendas sobre los piratas que la tomaron como base de expediciones y control de los mares, de ahí su cementerio pirata y la población mestiza que desfilaba por sus calles.

A finales del siglo XVII los piratas ocuparon la zona. Encontraron allí parte de los elementos que necesitaban para cubrir sus necesidades: madera para sus barcos; agua dulce; una bahía tranquila y protegida de las grandes olas, y un lugar ideal para contralar el tráfico de barcos entre Europa y el Extremo Oriente.

No permaneció nada más que tres días en la isla, pero con los pocos trayectos realizados percibió el ambiente. Había atmósfera vacacional —no como en Benalmádena o Gandía—; muchos hotelitos con bungalós de madera; bonitas y pequeñas playas, y cierto número de extranjeros que disfrutaban de su tranquilidad.

Y el viajero insatisfecho también disfrutó. Paseó sin rumbo, observó y observó, y visitó el famoso cementerio de piratas. Lo haría en solitario, después de transitar por una senda, salpicada de pequeñas viviendas de familias locales, cerca de un kilómetro, lo que hablaba del escaso turismo existente. Desde el cementerio, situado en un morro, en un saliente a orillas de la bahía, se observaban unas bonitas vistas, envueltas de un paisaje verde y arbolado. Unas lápidas, sin nombres visibles y desperdigadas, señalaban las tumbas, repartidas por aquel terreno. La naturaleza y sus elementos (lluvias, vientos, tempestades,…) las habían dejado en esas condiciones, que hablaban, también, de lo antiguo de sus inhumaciones.


Cementerio de piratas

Y hablando de piratas, no podía faltar el hotel que llevase el nombre de la nación ambicionada por los famosos piratas Misson y Caraccioli: Libertalia.

………………………..

Sobre esta nación, se hablaba ya en el libro En busca de “otra” Marlene Dietrich, de Blas Fernández Tomé:

La constitución de esta comunidad/república bautizada Libertalia era ya un hecho. No sólo reconocía la igualdad entre los hombres, instauraba la elección democrática de los representantes y proclamaba la abolición de la esclavitud, sino que defendía, además, el derecho natural a la repartición de las tierras en función de las necesidades vitales”.

………………………..

A este hotel, con preciosos bungalós a orillas de una pequeña playa —casi la tocaban—, entró a curiosear, y tomó una THB fresquita.

Para moverse por la isla, el mejor transporte eran los rickshaws motorizados amarillos, muy generalizados allí y en muchas otras ciudades de Madagascar. 

No en todas. 


Mujer malgache, en la ruta hacia el cementerio de piratas

Copyright © By Blas F.Tomé 2025

19 de abril de 2025

Toamasina o Tamatave / Madagascar


Vista general del puerto, desde la ciudad de Tamatave

Llegó a Antananarivo (segunda vez que pisaba la ciudad; habría una tercera), después de un recorrido por el país, por el sur de Madagascar. Llegaba en época navideña, no recuerda el día, pero los movimientos vacacionales de la gente malgache se multiplicaban. Los del campo venían a las ciudades, y de las ciudades se lanzaban hacia lo rural en busca de sus familias. ¡Vamos, igual que ocurre en España!

Al bajarse en la gare routière correspondiente en Tana/Antananarivo, preguntó por el transporte que saldría al día siguiente, en dirección a la costa este del país, hacía Toamasina (más conocida localmente como Tamatave). Pretendía dormir una noche en la capital y salir al día siguiente en esa dirección. Nada. Todo ocupado. Habría transporte para esa ciudad, al cabo de tres o cuatro días.

No se lo podía creer.

Cuando llegó al hotel, se lo confirmaron: en época navideña, las salidas de Tana aumentaban y era difícil encontrar medio de transporte. Le recomendaron ir a otras estaciones de autobuses (gare routière), a otras compañías, para intentar hacer una reserva. Lo consiguió después de visitar varias, pero para “pasado mañana”. Tendría que pasar dos noches en la gran capital del país.

Salió a ultimísima hora de la tarde en dirección a Toamasina/Tamatave, después de dos días. Mentalizado estaba de que tendría que pasar una noche más en el interior de uno de aquellos vehículos atestados, como así fue. Paró, despues de circular toda la noche, a un lado de la carretera cuando el sol comenzaba a levantar. Pudo ver de cerca los gigantescos baches de la vía —llevaba ya un rato, dando saltos y brincos en el interior de vehículo— y cómo se balanceaban los camiones de cinco y seis ejes que circulaban en aquellos momentos.

Después de sufrir una salida de la carretera —un camión con una fuerte soga sacó al vehículo del hoyo— el minibús llegaba a mediodía.


Puesto de venta de pavos, en una de las calles de Tamatave

Toamasina, históricamente, se había convertido en la principal ventana al mar del país, en detrimento de Mahajanga (costa oeste), en el reinado de Radama I, a principios del siglo XIX. Desde entonces la ciudad había crecido y se había modernizado: los viejos edificios de madera, arrasados por un terrible ciclón de primeros del XX, dieron paso a construcciones de estilo colonial. Toamasina a menudo era azotada por ciclones en los meses de enero y febrero. Continúa ocurriendo.

No había mucho que ver en la ciudad. Pasear por sus calles, por la zona portuaria, y relajarse con unas THB (marca de la cerveza) sobre una mesa o un agua de coco comprada en uno de los muchos puestos callejeros, fueron las actividades más sobresalientes del viajero insatisfecho. Se negó a ir al parque botánico y zoológico de Ivoloina, ubicado a 11 km de la ciudad. No era —ni es— muy partidario de visitar parques botánicos y, especialmente, zoos: lugares de encarcelamiento de plantas o animales.


Venta de cocos en las calles de Tamatave

Copyright © By Blas F.Tomé 2025

10 de abril de 2025

Antsirabe, y alrededores / Madagascar


Estación de tren (abandonada) de Antsirabe

Esta entrada se centrará en Antsirabe (ya había pasado por la ciudad, en concreto por la gare routière camino de Morondava, pero sin detenerse en paseos y visitas). Como llegó a ella por la tarde sin haber comido, después de un largo recorrido de regreso en minibús desde esta población, lo primero que hizo fue alimentarse en el restaurante Mirana, cercano al hotel Hasina, alojamiento en el que pasaría tres noches. Este primer día, además, sólo dio un pequeño paseo por los alrededores. No daba para más: puro cansancio, después de toda la noche en el minibús, con larga avería incluida lo que casi duplicó el tiempo de trayecto. La ciudad la recorrió al día siguiente: paseo por sus calles, visita a la abandonada estación de tren y recorrido por la orilla de un lago urbano que se encontraba a unos centenares de metros —detrás del hotel— en el centro de la ciudad.

Por los alrededores de este lago —bastante abandonado y sucio— se veían algunas antiguas mansiones estilo francés, todo ello mezclado con casas humildes y algún edificio en construcción. Un desastre estético.

Un joven, en ese momento, animaba a una banda de patos o gansos domésticos que andaba por la orilla a lanzarse al lago. Lo consiguió. 

Después de este recorrido se adentró en la parte más antigua de la ciudad. Los edificios estilo colonial, las calles estrechas y un ambiente concurrido así “lo cantaban”. El día se pasó rápido.


Lago Andraikiba

Al siguiente, emprendería una empresa distinta. Temprano, después de un desayuno al lado del hotel —muy al estilo europeo, con café y bollería— concertó con un rickshaw, tirado a pedales, la visita a dos lagos ubicados en los alrededores. Sobre uno de ellos, el más alejado (a unos 20 kilómetros) había leído cosas de interés. Una vez finalizado la excursión llegó a la conclusión de que no había elegido el medio de transporte adecuado. Lo complicado de la ruta, con muchas pendientes, hizo que en multitud de tramos fuera necesario empujar el rickshaw. El mismo medio, pero motorizado, hubiera sido lo acertado.


Vista general de territorio, camino del lago Tritriva

Carnicería, en una población, camino del lago Tritriva

El lago Andraikiba era una gran extensión de agua, circundado por una carretera y, en la parte más turística, plagado de puestos de venta, kioscos de comida y demás bagatelas. Estaba rodeado de una leyenda, en la que una mujer, aspirante a esposa, se había ahogado en competición con otra candidata. Desde ese día, se dice que el lago se llamó Andraikiba, que significa «el lugar donde murió una madre».


Entrada al lago Tritriva


Lago Tritriva

El lago Tritriva, mucho más distante, era un tanto original. Ocupaba un cráter en una región notable por la presencia de aguas termales. Se asentaba en el respiradero de un cono volcánico ovalado encerrado entre acantilados verticales. Una curiosidad: durante las épocas de lluvia contenía poca agua; en cambio, en las épocas secas alcanzaba su máximo. Al viajero insatisfecho le costó llegar hasta allí, por aquel camino de tierra con gran cantidad de pendientes y, por los alrededores, fincas fértiles de productos variados como maíz, patatas o legumbres, y algún arrozal. Una total escasez de árboles, únicamente visibles en los pequeños núcleos habitados. La electricidad no había llegado aún a estas aldeas circundantes o de paso.

La excusión le ocupó la jornada.

Copyright © By Blas F.Tomé 2025

29 de marzo de 2025

La Avenida de los baobabs, Morondava / Madagascar


De camino a la Avenida de los baobabs

La ruta o carretera RN7 recorría el centro del país —de sur a norte— hacía Antananarivo. Ahora, el viajero insatisfecho transitaba por esa ruta. Desde Fianarantsoa hacía el norte, la próxima escala sería en Antsirabe. Pero una breve escala, pues había pensado dirigirse hacia Morondava, una apartada ciudad al oeste del país, fuera de la ruta. Todo seguido, sin descansar, ni dormir, únicamente el tiempo suficiente para un cambio de transporte. Otro palizón más, pues lo previsto era pasar la noche en el minibús, lo que añadía aún más horas de transporte a su ya cansado “cuerpín”. Como así fue. Salió ya sin luz de Antsirabe. Una larga y oscura noche, con una breve parada para la cena, en un pequeño poblado donde la electricidad brillaba por su ausencia, hasta que el amanecer y la luz solar abrieron la posibilidad de panorámicas visuales sobre el paisaje atravesado. Extensas llanuras agrestes con arbustos ásperos, en apariencia, y pequeños montículos de la misma calaña. Pocas zonas de tierras cultivadas. Pararon a desayunar en un poblado bullicioso —humildes viviendas en medio de una llanura— que ya había empezado a vivir.

[Los malgaches madrugaban, y la actividad, sobre todo en las pequeñas poblaciones, comenzaba temprano].

¡Qué calor hacía en Morondava! Llegó a primeras horas de la tarde. La ciudad, a orillas del mar, era un verdadero horno. Con ese calor que penetraba en el interior de la piel y costaba desprenderse en las noches. ¡Qué difícil era conciliar el sueño!

Aunque, también, cayeron varios chaparrones que dificultaban los movimientos y paseos en el día.


Pescador y barco, en la playa de Morondava

Esta ciudad tenía una extensa playa donde llegaban los pequeños barcos con sus pocas capturas, durante la semana, y donde salían a disfrutar los lugareños, los fines de semana. Solamente, el domingo pudo observar grandes grupos de personas, y familias, disfrutando del relax playero. El hotel Menabe, donde se hospedaba, pertenecía a un empresario o familia musulmana. Había muchos lugares musulmanes en la ciudad y se hacía difícil conseguir una cerveza. En otros, en especial en uno donde comió uno de los días, la tenían en abundancia, y muy fresquita.

La visita a Morondava tenía como objetivo principal conocer la Avenida de los baobabs, donde se encontraba la mayor concentración de la especie más grande de baobabs del mundo: los Adansonia grandidieri. Según la leyenda —los lectores de estos escritos seguro que la conocen— los baobabs eran muy presumidos, por su hermosura y majestuosidad, y no paraban de crecer, siempre por encima de otros árboles. Los dioses, molestos por su actitud —y para “bajarles los humos”— les dieron la vuelta, dejando las raíces al aire. De ahí su aspecto, sobre todo cuando pierden la hoja.

También, eran los árboles odiados por el Principito (El Principito, de Saint-Exupéry) porque hacían peligrar su asteroide.

Bueno, independientemente de la leyenda y relato, esta avenida componía uno de los paisajes más impresionantes de todo Madagascar.


Avenida de los baobabs

Contrató un rickshaw motorizado para que le acercara al lugar (80.000 ariarys, unos 16 euros), distante de la ciudad unos veinte kilómetros, y poder apreciar lo que era un paisaje espectacular: grandes baobabs a ambas orillas de un camino, y también salpicados entre el paisaje cercano. Por este camino/avenida de tierra circulaban animales, personas y bicicletas, diseñando por sí solos naturales y preciosas instantáneas. Pasó la mañana recorriendo la zona. Se acercó, también, a un lugar —alejado— donde habían crecido unos baobabs unidos, “enamorados”, por su original composición.

Desde Morondava, intentaría ir a Bello-sur-Mer, una población de pescadores, —el libro/guía lo definía como interesante— pero no había transporte todos los días y, precisamente, el día pretendido no existía tal.

Siguiente destino: regreso a Antsirabe.


"Los novios", enamorados (dos baobabs)

Copyright © By Blas F.Tomé 2025

19 de marzo de 2025

Fianarantsoa, y alrededores / Madagascar


Ciudad alta / Vieille Ville, en Fianarantsoa, con sus calles empedradas

Era temprano cuando llegó a la parada de minibuses de Ranohira. El destino elegido para la siguiente “parada y fonda” (en este caso, más larga, más que "fonda") era la ciudad de Fianarantsoa. Antes de subir al minibús aparecieron dos chicas blancas, las primeras viajeras que me encontraba, y parecía que iban a tomar el mismo minibús. Hablaban español. “Parece que habláis muy bien español”, les dijo el viajero insatisfecho en tono bromista. “Si, es que lo estamos practicando”, contestó una de ellas siguiendo similar actitud. Eran de Teruel. Dos veteranas viajeras, con poca experiencia africana, pero con las que conversó durante el trayecto (se sentaban al lado). Además de la charla, admiraba aquellos campos que empezaban a oler a trabajo, a dedicación del pueblo betsileo, que decoraba los alrededores con su esfuerzo en el cultivo de arroz y vestía de verde los valles y laderas del territorio.


Casa en la Ciudad alta / Vieille Ville

Ellas se bajaban en Ambalavao, unos cuantos kilómetros antes. Era la primera vez que hablaba español, durante la semana que, más o menos, llevaba por aquellas tierras.

La ciudad de Fianarantsoa, a la que se dirigía, había sido construida en 1830 por la reina Ranavalona I, que quería la construcción de una ciudad gemela de Antananarivo. Al igual que en la capital malgache, un palacio real se convirtió en el elemento principal, y dominaba la ciudad con toda la majestuosidad desde su gran elevación. La tradición decía que las personas en óptimas condiciones permanecían en las alturas, no lejos del palacio del Gobernador (misma filosofía que la utilizada en Antananarivo con el Rova, o palacio de la Reina), mientras que los habitantes de condiciones más modestas compartían el pie del cerro, en señal de sumisión y respeto por los mayores.


Lémur de cola anillada, en la Ciudad alta /Vieille Ville, de Fianarantsoa

Era también la capital del pueblo betsileo, conocidos por su excelencia en el cultivo de arroz. Y ello se hacía presente en los campos por los alrededores que acababa de visualizar; en particular, las muchas terrazas existentes para su siembra, construidas, a veces, con especial maestría.

También, otra de las particularidades del lugar, era la línea de ferrocarril que unía esta ciudad con Manakara, una población costera ubicada a unos 160 kilómetros de distancia en la costa. Esta línea ferroviaria era conocida como el tren de la selva, y este mochilero quería realizar el trayecto.

Tuvo suerte con la visita a la Ciudad alta / Vieille Ville (donde se situaba el palacio), un barrio de la ciudad. En éste, estaba la catedral, otras iglesias, un antiguo mercado y una calle principal y aledañas empedradas al estilo europeo. Y se dejaba ver la influencia francesa en muchas de sus construcciones. Fue el primer destino de sus recorridos matutinos.

El intento de hacer el trayecto en tren hacia Manakara se quedó en intento. Primero, porque el tren ya no llegaba a esta ciudad y sólo hacía un recorrido de unos pocos kilómetros hasta una pequeña población en la selva, y segundo, que ese sábado, por avería, el tren no saldría. De todo esto, le mantuvo al tanto una bonita joven malgache en la taquilla de los billetes. Piel suave, en apariencia; color “café con leche”; permanente sonrisa, y mirada de paraíso inalcanzable.


Entrada al Parque

Lémures eduardsi, dentro del PN de Ranomafana

Adelantó el plan que tenía para el día siguiente y se fue a visitar el Parque Nacional de Ranomafana, a una hora y media de Fianarantsoa, que tenía más de 40.00 hectáreas de bosque húmedo. Recorrió el parque, vio uno de los lémures más difíciles de ver: el lémur eduardsi, y pasó una mañana estupenda paseando entre naturaleza malgache. Descansaría, luego, en la población de Ranomafana, un bonito poblado en un valle frondoso, entre montañas verdes —salpicadas de exuberantes palmas del viajero— a unos pocos kilómetros de la entrada al parque. Antes, una cena —no había comido aquel día— y una fría cerveza (THB).

Como en gran parte de Madagascar, incluida su capital, Antananarivo, la electricidad se cortaba sobre las nueve de la noche para volver con el alba. Se retiró a dormir, acompañado los primeros instantes por la luz de una vela.


De camino al pueblo de Ranomafana


Copyright © By Blas F.Tomé 2025

8 de marzo de 2025

Parque Nacional Isalo / Madagascar


Vista general del P.N. Isalo

Un poco resentido y molesto al no poder bajar más hacia el sur, siguiendo las sugerencias, inició su pausado recorrido hacía el norte. Ahora, sí, visitando y parando en los lugares que apetecían al viajero insatisfecho. Tratando, en lo posible, de no hacer trayectos muy largos, con muchas horas de minibús seguidas a las espaldas ¿Lo conseguiría? Fue muy temprano a la gare routière de Toliara (donde se encontraba), que no era otra cosa que un estacionamiento masivo de minibuses, hacia todos los rincones, en los laterales de una concurrida calle, pero su minibús no saldría hasta media mañana. El destino sería Ranohira, una población a las puertas del Parque Nacional Isalo.

El trayecto de unas cinco horas no le resultó excesivamente pesado. Los paisajes rurales malgaches, algunos arrozales, fincas sembradas de maíz y de muchos terrenos baldíos pasaron ante sus ojos. Sin olvidar los baches en la carretera que eran insistentes y le ocupaban gran parte de su atención. Viajaba en el asiento delantero, compartido con otro personaje malgache.

Lo primero al llegar a la población fue buscar un hotel donde poder pasar la noche, o noches necesarias para visitar el Parque Nacional Isalo que, en principio, dudaba de que estuviera abierto. Pero, sí. No solía cerrar —le dijeron— excepto en días concretos por la lluvia. Se acercó hasta el hotel Chez Alice, alejado del centro y bastante caro. Luego, entró a preguntar en el hotel Orchidée de l'Isalo, al lado de la parada del minibús, donde regateó el precio de la habitación y consiguió algo un tanto razonable.

[No siempre funcionaron los regateos en los hoteles durante la estancia malgache. En este, sí].

Lo que quedaba de tarde, lo dedicó a presenciar una manifestación muy concurrida que se dirigía a una explanada, donde escucharían al líder. Original, muy africana, con cantos, pancartas y bailes.


Manifestación en Ranohira

El Parque Nacional Isalo, que visitó al día siguiente, también después de un regateo con el guía local, se había constituido como Parque Nacional en 1962. Su orografía estaba compuesta de un macizo de acantilados y cañones, por los que circulaban ríos y arroyos, que con las lluvias podían ser peligrosos. Si era así, cerraban su acceso. Menos mal que la zona donde se ubicaba el Parque era poco lluviosa, aunque justo al abandonarlo, un fuerte chaparrón cayó sobre Ranohira y sus alrededores. Contenía, además, pozas y cascadas que, sin ser espectaculares, tenían su encanto.


Lémures de cola anillada

Contrató con el guía un paseo durante la mañana y primeras horas de la tarde (era posible, incluso, pasar varios días dentro del Parque). Un vehículo 4x4 los acercó de la entrada al comienzo del cañón, a unos seis kilómetros de la población. Allí inició un recorrido por este cañón en el que la vegetación y los acantilados componían un bello paisaje. Fue su primer encuentro, también, con lémures de cola anillada, todo un regalo de la naturaleza. No siempre eran visibles, aunque podían ser fácilmente audibles entre la maleza. También, serpientes —vio una— y camaleones de varios tamaños, aunque inofensivos.


Pie de elefante

Entre la vegetación existente, pudo admirar la palma del viajero —la consideraría “su talismán”— y también, el pie de elefante, un curioso arbusto —parecía un árbol en miniatura— adaptado a los lugares secos y calientes donde crecía. Era capaz de almacenar agua lo que le convertía aún en más resistente.

Por la orografía del terreno, resultó ser un trayecto cansado para este veterano mochilero, pero las panorámicas lo merecían. Desde lo alto de un cerro, al que subieron por una estrecha senda, admiró unas grandiosas vistas.

Fue un trayecto de descubrimiento de la naturaleza malgache. ¡Un placer! 

Cascada

Copyright © By Blas F.Tomé 2025

26 de febrero de 2025

Viaje hacia el sur de Madagascar, Toliara


Rickshaw, en Toliara

Estaba decidido. El trayecto de Antananarivo a Toliara lo haría de un tirón. Eran unos 900 kilómetros, y le habían dicho que tardaría unas quince horas. Demasiado, pero el viajero insatisfecho no se achantó. Tuvo que pasar la noche dentro del minibús, un transporte colectivo cargado hasta arriba (sí, en la baca iban también bultos, cajas, sacos e, incluso, una motocicleta y un gran pato). Apiñado, en un asiento estrecho y con olores sutiles, a ratos penetrantes, pasó no quince horas, sino veintidós. Atravesaría de prisa territorios en la noche que le apetecería visitar. Ya lo haría a la vuelta —de manera más pausada—, pues la ruta de regreso hacia el centro y norte era la misma, la RN7. A lo largo del recorrido hubo paradas para evacuar (varias), cenar, desayunar y cómo no, para dejar y recoger pasajeros, y más bultos. Era su primer recorrido largo por la isla y en la primera parada para la cena, sin saber que pedir, se aventuró con el plato típico, akoho (arroz, pollo o pescado, y sopa —algo parecido—) que, según observó, pedía la gente local que le acompañaba (era el único extranjero, y lo sería casi siempre en estos transportes locales). Tampoco había mucha variedad para elegir. Este plato se convertiría en el alimento-recurso en la mayoría de las paradas durante los trayectos en Madagascar.

Una vez amanecido, la pausa para el desayuno fue directamente en uno de esos mercados populosos de carretera, que estaba despertando, donde más que puestos para tomar algo había tenderetes de ropa, herramientas y otros cachivaches chinos. El café o el té siempre fue un buen recurso. Por los alrededores y de camino al destino, paisajes llanos, con vegetación de matorrales y pequeños arbustos que semejaban a palmeras en crecimiento.

El minibús hizo su entrada en Toliara sobre las cuatro de la tarde, veintidós horas después de haber salido de Antananarivo. Derrotado, cansado, sin haber dormido un solo minuto, alquiló un rickshaw para que le llevara al hotel Chez Alain —resultó estar a poco más de doscientos metros de la gare routière—. Este hotel, sería uno de los mejores en los que se alojaría a lo largo del viaje: un bungaló estiloso, cuidado y limpio, en medio de unos jardines con los mismos calificativos. Allí se alojaría dos noches que tenía contratadas a través de Booking (una oferta), la tercera noche le resultaría demasiado cara y daría con sus huesos en el hotel Paletuvier, más barato, pero de otro estilo.


Zona portuaria

Toliara era una ciudad portuaria, con cierto movimiento de grandes barcos de transporte. Cuando se acercó por allí estaba la marea baja, y una gran extensión de arena y tierra, con pequeñas barcas varadas, dejaba ver el puerto a lo lejos, pero le dio pereza alcanzar. De camino, vio varios pequeños hoteles, con algunos personajes blancos por los alrededores. Parecían veteranos marineros jubilados, dispuestos a pasar sus últimos días en aquellas latitudes. No lo confirmó.

Desde esta ciudad, que recorrería andando y en rickshaw (era la ciudad de estos vehículos a pedales, había miles), se acercó al poblado de Ifaty, alejado unos cuarenta kilómetros. La antigua “guía-libro” que llevaba lo señalaba como visitable. Era un sencillo poblado de pescadores, con una extensa playa. Los pescadores llegaban a ella, con sus pequeños barcos y capturas. Paseó por la playa, atendió a las mujeres que le querían vender pareos y artesanías, tomó una cerveza en uno de los sencillos bares playeros y, después de comer en un restaurante, ubicado bajo un gigantesco tamarindo, regresó a Toliara en un transporte local.


Playa de Ifaty


Gigantesco tamarindo: bajo su sombra comió

Tenía planes para dirigirse más al sur del país, pero según informaciones recibidas, en época de lluvias (estaba en ella) era poco aconsejable. Luego, se arrepentiría de haber atendido todas estos consejos y sugerencias, que serían bienintencionados, pero que, al fin y al cabo, le impidieron conocer los territorios más al sur.


Copyright © By Blas F.Tomé 2025

16 de febrero de 2025

Llegada a Madagascar: Antananarivo

Calle, frente al hotel, a la llegada

Dos o tres días antes de la salida hacia Madagascar se dio cuenta de que viajaría al país en época de lluvias. Antes, ni se había preocupado del tema.

Llegó a Antananarivo, capital del país, en un taxi procedente del aeropuerto. Cuando se encontraba ya cerca del hotel (Le Relais Normand) comenzaba a llover con fuerza. Saltó del taxi a la acera, una alta acera, y entró en el hotel. “¡Vaya! —pensó— comienzo bien”. Luego, con el paso de los días se daría cuenta de que no era para tanto. A lo largo de los trayectos malgaches llovió —sí, llovió en ocasiones— pero algo normal. Sufrió un tifón (muy cacareado en internet) en una de las ciudades norteñas, pero no fue para tanto. El viaje en este sentido transcurrió con cierta normalidad.

Esa tarde, porque era ya por la tarde cuando pisó Madagascar, no salió del hotel nada más que a dar una pequeña vuelta por los alrededores más cercanos: un breve recorrido de inspección, siempre necesario para ubicarse en el lugar. Al día siguiente, comenzaría oficialmente sus paseos por esta “descerebrada” urbe de más de millón y medio de habitantes. Ubicada, en parte, en laderas de pequeñas montañas y en sus valles correspondientes, tenía unas calles pendientes (sobre todo, la parte vieja), otras llanas, para patear sin descanso durante varios días. No estaría nada más que dos, antes de emprender la ruta por el país, pero volvería a ella en varias ocasiones. Como centro del país que era, de Tana (así llamaban a la capital en el país) partían las carreteras hacía todos los puntos cardinales y era necesario volver a ella: después de viajar por el sur e ir hacia el este, y de regreso del este para ir hacia el norte. Pisó Tana en tres ocasiones.


Antananarivo, desde una de las colinas

El segundo día visitó uno de los sitios ineludibles: el palacio de la Reina, o Rova, en la parte más alta de la ciudad, con unas vistas espectaculares (incluida una panorámica del lago Anosy, lago artificial en forma de corazón, con el monumento central a los caídos en la Primera Guerra Mundial). En su anterior visita al país, este viajero insatisfecho, ya había conocido el Rova, pero entonces, recién incendiado, estaba en malas condiciones, ahora, ya restaurado, ofrecía otro aspecto más bello, o más turístico. Durante la subida, la vida cotidiana de sus gentes se mostraba al visitante: tiendas o tienduchas que vendían de todo; personas en las aceras ofreciendo sus productos; mujeres lavando la ropa; niños corriendo y jugando,… En resumen, vida malgache. Las casas y edificios de las laderas, con sus rojos y oxidados tejados, y su estética, daban información sobre la dominación colonial, sobre la arquitectura francesa heredada después de muchos años de influencia y arraigo.


Palacio de la Reina, o Rova

A la bajada, recorrió el mercado de Zoma (ubicado al final de la Avenida de la Independencia, en el centro), con sus característicos parasoles blancos, donde el bullicio y la aglomeración de gente producía cierto impacto. 

Se encontraba absolutamente de todo, desde ropa a verduras, legumbres, artículos de costura, productos de limpieza, pintura, mercancías de ferretería, y las habituales “baratijas de chinos”. Paseó por la ciudad, donde los cambistas de dinero, los vendedores de artilugios y los mendigos abordaban al mochilero. “No, no y no”, era su recurso ante tanta insistencia.

Escaleras, bajando al mercado Zoma

Por la tarde, con la intención de reservar el billete para la salida de la ciudad (según le dijeron, era necesaria esta reserva), se acercaría a una de las estaciones de minibuses: bulliciosa, con un ambiente africano a raudales).
Al siguiente día, abandonaría la capital, rumbo hacía otras latitudes.

Copyright © By Blas F.Tomé 2025