La
primera impresión que le causó Santo Domingo fue la de una gran ciudad, en su
mayor parte tremendamente bulliciosa, pero donde le dejó el autobús, mucho más tranquila.
Era una zona cercana al centro colonial de largas calles y avenidas, donde los
coches y la circulación eran los protagonistas; menos, lo eran los peatones. A
unos centenares de metros estaba el Palacio Nacional de la República, e
influenciado por ello —dedujo— la seguridad parecía ser bastante buena. El
hotel tenía buen aspecto, pero cuando accedió, sacaría una conclusión que
mantendría a lo largo de todo viaje: la falta de profesionalidad del personal
del hotel, la mala atención, la desgana y la falta de empatía de los empleados
dominicanos. Con alguna excepción, en su recorrido por los hoteles de las
poblaciones, pudo demostrar dicha conclusión. En algunos casos diría que, para
lo que ofrecen, el precio era excesivo.
La zona colonial de Santo Domingo era si no espectacular, si al menos interesante. Esta zona —concentrada en los alrededores del Parque Colón y catedral de Nuestra Señora de la Encarnación— estaba bastante bien cuidada, incluso, en los momentos de esta visita, varias calles aledañas aparecían en obras de mejora.
El turismo mandaba, y el aumento de éste era, según datos, un hecho real.
La
arquitectura de la catedral de la ciudad se caracterizaba por su estilo gótico
tardío, sólidas paredes y tres puertas principales de acceso, una de ellas de
estilo plateresco. En su entorno, era interesante también la calle de las
Damas, que tenía como atractivos varias casas coloniales, en alguna de ellas
vivió Diego Colón, hijo de Cristóbal Colón y virrey de las Indias; la Fortaleza
Ozama; el panteón de la Patria, o la casa de Rodrigo de Bastidas. También, por
los alrededores, la casa del Cordón, una de las primeras casas de piedra de
América y probablemente la primera de dos pisos.
Por
toda esta zona hizo un recorrido matinal guiado —de esos que ofrecían gratis,
pero luego exigían una elevada propina— al día siguiente. En la plaza de
España, al final de la calle de las Damas, un pequeño reloj de sol daba muestra
así de la antigüedad de la zona. En esta plaza, se encontraba el Alcázar de
Colón y la puerta de Don Diego, que servía de acceso al interior amurallado.
Como dato anecdótico, en una de las calles aledañas al Parque Colón, había una estatua, a pie de calle, como homenaje a Joaquín Sabina, y un pequeño bar.
En solitario, ya había descubierto las ruinas del antiguo hospital de San Nicolás de Bari, el primer hospital de las Indias; las —también— ruinas del Monasterio de San Francisco, y otros muchos edificios coloniales, en algunos casos, reconvertidos en museos y hoteles. Esos paseos le llevaron por otros muchos lugares. Le llevaron, por ejemplo, al monumento (moderno) a Fray Antón de Montesinos, que rendía homenaje al célebre defensor de los indios taínos.
Tres días de intensos y fructíferos paseos dedicó a la ciudad de Santo Domingo.
Eso del tour gratis es una engañifa, sí. En el mejor de los casos están bien documentados, pero siempre haciendo hincapié en sus promociones.
ResponderEliminarParece que Sto. Domingo tiene algo más que playas!
Uf! Has logrado reunir en tu escrito, Blas, tres pájaros de un tiro: En primer lugar, por supuesto, a mi paisano Sabina, un vividor y un pirata. No se queda atrás, aunque a otro nivel, Diego Colón: quiso hacer y deshacer a su antojo y tuvo sus rifirrafes con la Corona. El tercero es Antonio de Montesinos: sería un santo, pero a mí cuando me hablan de los dominicos se me ponen los pelos como escarpias.
ResponderEliminarUn abrazo!