Una de las jornadas, se atrevió —atendiendo la sugerencia de un amable dominicano— con Los hoyos del Salado, un cenote natural no muy espectacular pero atestado de público, sobre todo de buggys con jóvenes turistas de diferentes nacionalidades. Al lado, un Parque de aventuras, donde los dólares que pedían a la entrada excedían su presupuesto y su dignidad como viajero antisistema. No entró. Se escapó de la zona andando —al menos dos horas de trayecto hasta la carretera nacional— impulsado por lo mucho que rehuía aquel ambiente “turistón”, quizás mezquino. Pudo disfrutar, en los ratos que el trasiego de buggys lo permitía, de los campos verdes y de las haciendas de las orillas.
Otro de los días, un taxi-moto lo acercó a las playas, distantes de su hotel unos cuatro o cinco kilómetros: playa del Cortecito y playa del Corralito. Aquí se encontraban ubicados gran número de resort (El Lopesan Costa Bávaro Resort y Barceló Bávaro Palace Resort, muy cercanos). Paseó por la orilla del océano entre multitud de “turistas de sol y playa”. Podría decir aquí, sin ningún tipo de reparo, que el ambiente le decepcionó bastante. Gran parte de la arena de la playa estaba cargada de algas muertas, que incluso desprendían mal olor. Un único tractor —a todas luces insuficiente para el volumen de desperdicios— trataba de limpiarlas en los varios kilómetros de playa. El área de arena frente a alguno de los resorts estaba más o menos limpio, pero el resto….
Para
acceder a la parte pública de la playa del Cortecito, era necesario entrar por
un angosto callejón entre pequeños locales comerciales, abarrotados de objetos
de recuerdo, gran parte de ellos, baratijas chinas. Casi, casi para echarse uno
a llorar.
¿Cómo puede el género humano generar tantas cosas innecesarias, tanta mierda?
Así, con esta sensación de hastío hacía el turismo de “sol y playa”, abandonó la República Dominicana.
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