La estancia actual duró varios días. Allí pasó el tan cacareado tifón Dikeledi, que resultó no ser gran cosa, al menos, así lo pensó el viajero insatisfecho.
Dos recorridos claves hizo durante esas jornadas por los alrededores. El primero, una visita a las famosas tres bahías (Bahía de Sakalava, las Palomas y las Dunas) que en realidad era una visita a la naturaleza malgache y un trayecto de disfrute de algunas peculiaridades de la zona. Este recorrido a pie, acompañado por un joven que se ofreció y a quien luego gratificó, era demasiado largo: al finalizar el caminante se encontró cansado, casi extenuado de tanto patear. A la llegada a la bahía de Sakalava, única con población estable y varios establecimientos para alojarse, pudo disfrutar de una bonita tradición local: varias mujeres y jóvenes, con su cara pintada con bellos dibujos geométricos. Visitó, además, un tradicional baobab, de una clase diferente a otros vistos, con sus ramas más horizontales respecto al suelo. En la bahía de las Dunas, un pequeño campamento de pescadores ofrecía la posibilidad, que aprovecharon, de comer y beber en plan local. Finalizaba en el faro, ubicado a la entrada de la gran bahía de Antsiranana. En los alrededores de éste, varios asentamientos de cañones antiguos, pero aún visibles, en defensa de la bahía.
Otro de los días, hizo una excursión a los tsingy rojos. Estaban localizados a unos 60 kilómetros de la ciudad. Necesitaba un transporte privado, lo que resultaba demasiado caro para hacerlo en solitario. Una joven malgache (acompañada de su hijo y un hermano adolescente) residente en Francia y de vacaciones en su país, le servirían de acompañante y compartiría gastos. Realizaron el viaje en un 4x4, con conductor-guía.
Los tsingy rojos eran unas formaciones, creadas por la erosión del viento y de la lluvia, compuestas de laterita y de material calcáreo, de colores rojos, amarillos y rosas. Aunque estaban protegidas por la UNESCO, corrían verdadero peligro de desaparición. Se podían hacer observaciones desde lo alto de un acantilado, donde se apreciaba un gran cañón con sus bordes constituidos por los tsingy. También, descendiendo este cañón se podían admirar de cerca y apreciar sus suaves formas. Un día lluvioso —posterior al paso del tifón Dikeledi— sirvió como acompañante natural en la visita. En el descenso al cañón, el suelo era resbaladizo y la sensación de deterioro de aquellas formas espectaculares era más que evidente. No produjeron ningún destrozo, pero la percepción de peligrosidad era manifiesta.
Una pena que tal maravilla natural esté expuesta a su desaparición.
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