Llegó
a Ambanja a primera hora de la tarde, después de la incómoda noche en el bus.
Buen momento para buscar hotel donde pasar la noche, pero… ¿qué hotel? No
sabía, y pidió de nuevo ayuda a un rickshaw
que, por cierto, consiguió con verdadera dificultad. No había muchos por los
alrededores pues el minibús les había dejado fuera de la terminal de buses, en
una calle apartada donde debía descargar gran parte del material que llevaba en
el techo: en la baca, siempre cargada hasta los topes. Debió de encontrar el richshaw menos espabilado de la ciudad,
pues después de las indicaciones sobre las características mínimas del sitio, le
llevó a un hotel destartalado, rayando los bajos fondos. El segundo tampoco
tenía las condiciones mínimas de habitabilidad, y no sería hasta el tercer
intento cuando vio algo aceptable, aunque realmente apartado del ambiente
céntrico de la ciudad. Pensó que este meollo no existía, pero luego de tomar
posesión de la habitación y darse una refrescante ducha, descubrió que sí había
un centro muy movido y ambientado de gente, muy cerca de la terminal de
transportes, donde, en territorio africano, suele haber siempre atmósfera de
mercadeo y movimiento.
No
le preocupaba mucho recorrer la ciudad pues sabía que, después de visitar el
norte extremo del país, volvería otra vez a Ambanja.
Para
tomar el primer refrigerio del día, hizo un almuerzo tardío —sobre las cinco de
la tarde— en el hotel Palma Nova, y le vinieron a la memoria sus años de
estancias mallorquinas en la playa del mismo nombre. Allí conocería a un
personaje-guía que, al día siguiente, le ayudaría a llegar a la entrada de la
Reserva Especial de Ankarana, para posteriormente ejercer de guía durante el
recorrido.
¡Pero
vaya trayecto hasta allí!
Emplearon
gran parte del día siguiente en una distancia no excesivamente larga, entre
Ambanja y Ankarana.
En este trayecto para llegar a la entrada de la Reserva, dos grandes puentes sobre dos ríos habían sido derrumbados por pasadas inundaciones (¡en la carretera nacional norte-sur, RN-6!), hacía ya unos años, y era necesario atravesar su cauce en pequeñas barcas. Por clarificar movimientos: el primer minibús local les llevaría —recuerde el lector que va con otro personaje— hasta la orilla del primer río, estación final para el vehículo. Allí, lo atravesarían en una pequeña barca y tomarían otro minibús hasta el siguiente río, cuyo puente también había desaparecido y, de nuevo, otra barca para cruzarlo. Del otro lado, les esperaría un nuevo minibús local para continuar trayecto hasta la puerta de la Reserva Especial de Ankarana.
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Entrada a la Reserva Especial de Ankarana
Esta Reserva era conocida por los tsingy: unas formaciones rocosas muy especiales y de espectaculares aristas, formadas por las aguas subterráneas que habían ido socavando las tierras altas y habían creado cavernas y fisuras en la piedra. Componían sin duda un paisaje muy original y tremendamente peligroso para los normales movimientos humanos. Estas zonas poseían gran cantidad de fauna: reptiles; anfibios, en las aguas subterráneas; lémures; murciélagos y hasta una gran variedad de caracoles. Por supuesto, abundante y variada flora.
La expedición duró una larga jornada. El viajero insatisfecho —aunque satisfecho y tranquilo— llegó de regreso, al campamento base a la entrada de la Reserva, agotado.