El sistema era sencillo. Pertrechado de un fiable[?] arnés, atado a un particular paracaídas y unido por un cable a un potente bote, el viajero insatisfecho ascendía arrastrado por la fuerza y la velocidad del aparato [pronto dejó de oír el ronquido del motor] llevando ‘por paquete’ a un chaval thailandés que hacía las veces de piloto acrobático, sin arnés ni artilugio que le uniera al parapente. Ya en el aire, unas veces el muchacho entrelazaba sus pies al cuerpo de este leonés, otras se sentaba ligeramente en el cuello, como apoyo, y las más se suspendía de las cuerdas para, con aquellos movimientos y posturas, guiar a su antojo aquel débil aparato volador.
Desde las alturas [unos cinco minutos], apenas le dio tiempo a presenciar una preciosa puesta de sol en el horizonte del mar de Andamán, a ser consciente de la altura a la que volaba, como si se tratara de un buitre leonado (o leonés), y a no percibir descarga de adrenalina alguna ante aquel apacible surcado de aires.
Notar el suave descenso en la playa, posado en la arena con total maestría, fue uno de los momentos del viaje.
Hubo muchos otros.
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