18 de julio de 2009

La filosofía salvaje de la naturaleza

Siempre impresionó a este viajero insatisfecho la salvaje naturaleza, y la foresta, en especial. La vida que desprende. Allí donde hay árboles hay vida, hay maraña, desdén y desorden.
La vegetación tropical se desenvuelve libremente: matorrales, malezas, cortinas de enredaderas entrelazadas unas a otras, pasan de un árbol a otro, se cuelgan de las ramas mientras lanzan sus tallos al agua o a la humedad salvaje, se agarran a las raíces, al suelo, y no contentos con ello, la naturaleza planta sobre las plantas. De los recodos de las ramas surgen nuevos líquenes, nuevas plantas que almacenan agua para otros animales; musgo y hongos viven sobre agrietadas cortezas, y las plantas aéreas -a veces- como ‘graciosillos’ huéspedes, abrazan de muerte a su árbol hospitalario.
Caos organizado. Caos, caos, caos.
Los árboles seculares -reviejos- y de ahuecado tronco mueren sólo cuando algún rayo hiere su altiva copa. Ya nadie les quiere sin alimento, pelados, sin su savia que alimente a otras vidas vegetales trepadoras. Como mucho les sirve de apoyo.
Y se ven a lo lejos.
Hay, también, enormes peñas que el tiempo y la naturaleza van vistiendo con terciopelos de musgo: el polvo se deposita capa tras capa en sus huecos, la lluvia las fija y las aves siembran sus semillas. El proceso comienza de nuevo, lento, implacable, fiel a su destino. Fiel a su filosofía salvaje.

Copyright © By Blas F. Tomé 2009

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