En varios de los templos-cueva sorprendía ver al hindú, doblado el lomo, barriendo con una menuda y artesanal balea. Pulían el suelo con movimientos lentos, trasversales, suaves y minuciosos. Uno, se sentía observado; otro, miraba pedigüeño al extranjero, y otro más, seguía con su trabajosa tarea como si nadie hubiera entrado en su particular coto. Daba sensación de limpio, cuidado, para que el turista -viajero local o extranjero- disfrutara de la frescura que brotaba de la piedra (Excepto en ciertos rincones, donde olía a insistente orín).
Eran las cuevas de Ellora (India).
Este viajero insatisfecho ascendió, uno por uno, todos los escalones, entró en todas las cuevas (numeradas), convertidas por antiguos artistas en auténticas obras ingenieras, y recorrió cada una de sus galerías.
Decía el libro-guía: “Las más bellas son la número 10, 12, 16, 21, 29 y 32”.
¡Qué atrevimiento!
Todas conformaban una composición extraordinaria, el viajero las visitaba con la misma ilusión, el hindú las limpiaba con la misma parsimonia y su artesano hacedor las debió pulir con el mismo esmero.
¡Qué trabajoso le resultó a este mochilero llegar hasta ellas desde aquella ciudad que ahora no recuerda!. Aunque la impaciencia y desánimo no rondarían jamás su impenetrable corazón.
Primero, acompañado por un jovenzuelo hindú; luego, un rickshaw; más tarde, un atestado autobús y, para finalizar, una larga caminata, todo ello combinado con el asfixiante olor y calor hindú. Olor con regusto a olla sucia, a restos de curry mal rebañado, a humo de caña mohosa, a escupitajos rojizos de hojas de betel.
Eran las cuevas de Ellora (India).
Este viajero insatisfecho ascendió, uno por uno, todos los escalones, entró en todas las cuevas (numeradas), convertidas por antiguos artistas en auténticas obras ingenieras, y recorrió cada una de sus galerías.
Decía el libro-guía: “Las más bellas son la número 10, 12, 16, 21, 29 y 32”.
¡Qué atrevimiento!
Todas conformaban una composición extraordinaria, el viajero las visitaba con la misma ilusión, el hindú las limpiaba con la misma parsimonia y su artesano hacedor las debió pulir con el mismo esmero.
¡Qué trabajoso le resultó a este mochilero llegar hasta ellas desde aquella ciudad que ahora no recuerda!. Aunque la impaciencia y desánimo no rondarían jamás su impenetrable corazón.
Primero, acompañado por un jovenzuelo hindú; luego, un rickshaw; más tarde, un atestado autobús y, para finalizar, una larga caminata, todo ello combinado con el asfixiante olor y calor hindú. Olor con regusto a olla sucia, a restos de curry mal rebañado, a humo de caña mohosa, a escupitajos rojizos de hojas de betel.
Mereció la pena.
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"Seco", ves aprendiendo y limpia bien tu osera que tendrá más mugre que el sobaco de un orangután.
ResponderEliminarPor San Blas la cigüeña verás. Felicidades con cinco horas y seis minutos de adelanto.