Hace tres días, el viajero insatisfecho se internó, acompañado de un guía local, en la selva del Darién, que cierra el paso entre Panamá y Colombia, en busca de los indígenas emberá. Habrá cosas que le atraen más que la selva y los manglares, pero éstas, ambas, ‘le ponen’ de verdad.
El comienzo, realmente fácil. Pertrechado de sus botas de goma (alquiladas y usadas, quizás, por miles de ‘mequetrefes’ antes que él) se internaron en el húmedo y cálido ambiente selvático. En principio, una apacible senda -en la que se cruzaban ramas, troncos caídos y maleza- les adentraba suavemente en la espesura, pero al cabo de un buen rato el cansancio, calor y la humedad se convirtieron en agobiantes. Poco a poco el sendero empezó a hacerse más difuso, oculto entre las hojas y ramaje que entorpecían el camino. La huella, antes visible y clara, zigzagueaba perdida y el peso de la mochila (la azul, no, la otra) multiplicaba ‘el precio’ de la caminata y comenzaba a martirizar la columna [Esa débil columna del mochilero, machacada y herida desde hace años por algún que otro inconveniente altruista].
Las pequeñas pisadas del guía-emberá en el barro, entre un largo y ciego paredón de hojas verdes, se escondían a ratos y volvían a aparecer más allá, cuando comenzaba el temor y las daba por perdidas. Un murallón de rocas verdes, casi imperceptibles, les exigía una peregrinación tan lenta como cargada de desánimo.
La selva atrae y fascina pero agota en similares proporciones.
Creedle.
El comienzo, realmente fácil. Pertrechado de sus botas de goma (alquiladas y usadas, quizás, por miles de ‘mequetrefes’ antes que él) se internaron en el húmedo y cálido ambiente selvático. En principio, una apacible senda -en la que se cruzaban ramas, troncos caídos y maleza- les adentraba suavemente en la espesura, pero al cabo de un buen rato el cansancio, calor y la humedad se convirtieron en agobiantes. Poco a poco el sendero empezó a hacerse más difuso, oculto entre las hojas y ramaje que entorpecían el camino. La huella, antes visible y clara, zigzagueaba perdida y el peso de la mochila (la azul, no, la otra) multiplicaba ‘el precio’ de la caminata y comenzaba a martirizar la columna [Esa débil columna del mochilero, machacada y herida desde hace años por algún que otro inconveniente altruista].
Las pequeñas pisadas del guía-emberá en el barro, entre un largo y ciego paredón de hojas verdes, se escondían a ratos y volvían a aparecer más allá, cuando comenzaba el temor y las daba por perdidas. Un murallón de rocas verdes, casi imperceptibles, les exigía una peregrinación tan lenta como cargada de desánimo.
La selva atrae y fascina pero agota en similares proporciones.
Creedle.
Copyright © By Blas F.Tomé 2011
Hola brujo,
ResponderEliminarte escribo desde les hauters de Alger donde sabes que tienss casa para preguntarte cuando vas a conocerla
una abrazo