Este hombre (ver fotografía) estaba a la entrada de una cueva natural que la naturaleza había diseñado en una de las islas Phi Phi (Tailandia). Un detalle más que convertía este lugar en -dijo una amiga- ‘paraíso terrenal’. A este viajero insatisfecho le pareció que sacaba la foto de un conjunto desordenado y deslavazado pero, luego, al observar la fotografía detenidamente y ampliar su zoom-mental al interior de la cueva, nada más equivocado que la palabra ‘desorden’. Todo colgaba, o reposaba, con una precisión oriental. La hamaca, la almohada, el farol, la terraza o muelle artesano de madera,..., y, en el interior, las escalas de bambú que ascendían con precisión a los altos techos de la caverna, donde los pájaros construían sus oscuros nidos, y donde algunas gentes locales se jugaban el tipo llegando hasta ellos.
Una precisión que rompía las leyes de la naturaleza pero que, a la vez, se amarraba a ellas.En su interior, el olor recordaba al guano-quechua de Perú, a las cuevas de Ajanta en India o al viejo orín en tierra emponzoñada de humedad. En el exterior, la belleza era de roca y verde contorno; de mar y azul celeste; de brisa marina, sol y arena.
Era el paraíso terrenal de las islas Phi Phi.
Una precisión que rompía las leyes de la naturaleza pero que, a la vez, se amarraba a ellas.En su interior, el olor recordaba al guano-quechua de Perú, a las cuevas de Ajanta en India o al viejo orín en tierra emponzoñada de humedad. En el exterior, la belleza era de roca y verde contorno; de mar y azul celeste; de brisa marina, sol y arena.
Era el paraíso terrenal de las islas Phi Phi.
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