27 de abril de 2010

Una reflexión sobre la Esfinge

En la ladera de la suave atalaya donde resurgen las grandiosas pirámides, se yergue hermosa e imponente la Esfinge. A sus espaldas, Keops y Kefren parecen resguardarla de vientos y tormentas de arena del desierto, que comienza a sus puertas. Hace miles de años, la Esfinge miraba a la ribera del Nilo teñida de un oscuro verdor; en estos momentos viajeros, lo hacía sobre los arrabales cairotas.
Su rostro era hierático y reposado; estaba triste, seria, ávida y sosegada. Había dignidad en su extraño semblante, que parecía ascender de las profundidades, y en su faz una afabilidad que pocas veces adornó al género humano. Sin tocarla, no daba sensación de fría y parecía tener ideas suspicaces, quizás sublimes. Si alguna vez una imagen de piedra pensó, la Esfinge estaba pensando. ¿Soñaría?. Si el espíritu humano lo hace, ella también.
En su frente se intuía inteligencia y parecía transmisora de conocimientos e inventos antiguos. Miraba sin mirar; lloraba sin llorar. Miraba los milenios transcurridos y lloraba sin llorar por ellos. Pensaba en las terribles batallas de épocas pasadas, y oteaba con esperanza el nacimiento de nuevas naciones, aunque también con tristeza la caída de su propia civilización.
Era la representación de la vida, la pena, la alegría, el sufrimiento y el renacer.

Una mujer quiso besarla atraída por su bella quietud.
Copyright © By Blas F.Tomé 2010

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