El viajero insatisfecho echó un vistazo al interior de la cabaña, en medio de la selva amazónica, para buscar un sitio donde sentarse y observar la puesta en escena del chamán. Éste se vistió con cierta lentitud programada o, quizás, provocada por el cansancio de caminar los agrestes y húmedos senderos del paisaje selvático.
El mochilero parecía dominar la situación. Dio un trago a la ayahuasca (mezcla hervida de corteza de bejucos y hojas de chacruna, oco-yajé, y otras) del vaso que llegaba a sus manos después de hacer un recorrido por los labios de otros cinco observadores y, sin mucho aspaviento a pesar del fuerte contenido, devolvió el vaso vacío a Humberto, el guía local. Era noche cerrada y la única iluminación que había eran cuatro míseras velas que en el mismo instante en que el chamán comenzara con su rito serían apagadas para vivir la experiencia en la más absoluta oscuridad.
Pasados unos minutos, nuevo trago de ayahuasca, el sagrado líquido.
El chamán, en su continuada parsimonia, lió su cigarro de conjuros, mezclas herbáceas y alucinaciones que, junto con el sagrado líquido, era fundamental en estos rituales. Bebió, fumó, bebió y volvió a fumar hasta que se puso temperamental y bravo. Luego, tras unas frases indígenas de vital calado, comenzó con su ritual de limpieza. De uno en uno.
La ayahuasca salía insistente de ronda, incluso a oscuras, y el aforo comenzaba a sentir sus efectos.
Al llegar su turno, el sumiso mochilero se sentó frente al hombre, que -entre tragos y bocanadas de humo- recogía con exagerados gestos los malos espíritus. Insuflaba y, después, absorbía el humo de su cabellera (ver fotografía), como quien aspira el veneno después de una mortal mordida de serpiente.
Malas enfermedades y augurios, pero “el viajero no debe preocuparse -dijo- la limpieza cumplió su cometido”.
El ritual había terminado.
Mientras los allí congregados, ya trastornados por el brebaje, desgranaban alguna de sus vivencias, el anciano chamán y su anciana compañera, con una humildad que parecía casi un insulto, se acurrucaron en una esquina de la cabaña para así pasar la noche, en este caso, no de lobos. El chamán miró al grupo por última vez. Parecía cansado, pero el suyo era un cansancio infinito que procedía de algún rincón profundo de su interior. El hombre parecía llevar una carga interna, el peso de las penas, la angustia y la tristeza de la humanidad entera. O quizás, también, los malos espíritus de este avieso trotamundos.
El mochilero parecía dominar la situación. Dio un trago a la ayahuasca (mezcla hervida de corteza de bejucos y hojas de chacruna, oco-yajé, y otras) del vaso que llegaba a sus manos después de hacer un recorrido por los labios de otros cinco observadores y, sin mucho aspaviento a pesar del fuerte contenido, devolvió el vaso vacío a Humberto, el guía local. Era noche cerrada y la única iluminación que había eran cuatro míseras velas que en el mismo instante en que el chamán comenzara con su rito serían apagadas para vivir la experiencia en la más absoluta oscuridad.
Pasados unos minutos, nuevo trago de ayahuasca, el sagrado líquido.
El chamán, en su continuada parsimonia, lió su cigarro de conjuros, mezclas herbáceas y alucinaciones que, junto con el sagrado líquido, era fundamental en estos rituales. Bebió, fumó, bebió y volvió a fumar hasta que se puso temperamental y bravo. Luego, tras unas frases indígenas de vital calado, comenzó con su ritual de limpieza. De uno en uno.
La ayahuasca salía insistente de ronda, incluso a oscuras, y el aforo comenzaba a sentir sus efectos.
Al llegar su turno, el sumiso mochilero se sentó frente al hombre, que -entre tragos y bocanadas de humo- recogía con exagerados gestos los malos espíritus. Insuflaba y, después, absorbía el humo de su cabellera (ver fotografía), como quien aspira el veneno después de una mortal mordida de serpiente.
Malas enfermedades y augurios, pero “el viajero no debe preocuparse -dijo- la limpieza cumplió su cometido”.
El ritual había terminado.
Mientras los allí congregados, ya trastornados por el brebaje, desgranaban alguna de sus vivencias, el anciano chamán y su anciana compañera, con una humildad que parecía casi un insulto, se acurrucaron en una esquina de la cabaña para así pasar la noche, en este caso, no de lobos. El chamán miró al grupo por última vez. Parecía cansado, pero el suyo era un cansancio infinito que procedía de algún rincón profundo de su interior. El hombre parecía llevar una carga interna, el peso de las penas, la angustia y la tristeza de la humanidad entera. O quizás, también, los malos espíritus de este avieso trotamundos.
Yo una vez estuve con un chaman indio hopi y me impresionó mucho. Pareces muy concentrado. Un beso,viajero
ResponderEliminarTodo lo que se hace con buena intención es bien recibido...
ResponderEliminarBesotes Blas.
Fascinante experiencia con la ayahuasca.
ResponderEliminarLo que no mata engorda...