Una calle de Laguardia
Como regalo al
segundo premio del concurso de selfies,
en ‘El
viajero’: un viaje de dos
días a La Rioja. Por libre. A tu aire. Teniendo como base logística Logroño,
el curioso viajero tuvo oportunidad de conocer otros lugares y desplazarse por
sus alrededores.
Laguardia,
en La
Rioja alavesa, era una de los puntos más característicos de esta región
vitivinícola. Su enclave era una delicia: situada en una pequeña elevación se
ha mantenido a través de los años con exquisito cuidado. Ciudad amurallada y
empedrada, de calles estrechas y complicada estructura, toda ella horadada de
bodegas (320) como si de un queso gruyère
se tratara.
Entre las bodegas
soterradas, destacaba la bodega El Fabulista, situada bajo el palacio
de los Samaniego y lugar dónde Félix María Samaniego –según la guía
parlanchina- se inspiraría para escribir sus obras literarias. Algunas de las fábulas
del escritor formaban parte del actual etiquetado de sus vinos. Etiquetado, por
cierto, un poco llamativo y hortera.
La bodega contaba con
2 lagares a la entrada en los que se producían anualmente 32.000 litros de vino, de forma
artesanal, pisando la uva a base de furia humana y pies 'trotones' calzados en
botas de goma. El vino producido en esta tradicional bodega, partiendo de
mostos de maceración carbónica, pasaba a envejecer, en algunos casos 15 meses,
en barricas de roble francés y americano.
Según decían, una exquisited.
Asimismo adornaba la
entrada una despalilladora, raro elemento que para un neófito como el mochilero
leonés era un artilugio antediluviano. La bodega propiamente dicha, se encontraba
a siete metros de profundidad, conformada por tres calados paralelos. Uno de
ellos era de elaboración, el otro de crianza (con gran cantidad de barricas de
roble) y el tercero estaba preparado para la degustación y cata de vinos.
Despalilladora
Ahí, no participó.
El viajero insatisfecho no aprecia los
caldos.
Este tercer hueco era
el más elegante del recorrido, también el más seguro ya que contaba con las
arcadas de ladrillo y piedra que afianzaban el pasillo.
Para evitar la
contaminación con los gases tóxicos de la maceración, estos túneles contaban
con luceros de ventilación. Era fácil imaginar lo que ocurriría allí, tal y
como bien supo explicar la guía, de no existir aquellos estratégicos agujeros.
No obstante, bajar a
la tradicional bodega reportó al viajero tranquilidad, sosiego y paz, algo que
sin duda habría sido imposible encontrar en bodegas nuevas, plagadas de acero y
apoyadas por las más modernas tecnologías.
Mereció la pena, un poco la pena.
El tercer túnel, de cata
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Esta vez no hay excusa. Dice Vd.no apreciar los caldos y, sin embargo, rechaza Vd. la cata... difícil de entender en mente inquieta y abierta como la suya, amigo viajero. Y es que ¿quién dice que quizá esa cata no marcase un punto de inflexión en su aprecio por esos caldos?...
ResponderEliminarFelicidades por ese más que merecido premio. Se echan de menos esos ratos en PL.
Mira que no probar los caldos... Esa elegancia y tradición que supiste apreciar también están en ellos.
ResponderEliminarGracias y saludos.