Momento de la llegada al lago Turkana
¿Por
qué tenía ganas de visitar el lago Turkana?. Porque es un lago
mítico en la secuencia exploratoria africana. Sabía que no tendría ante sus
ojos grandes paisajes, todo lo contrario, pero la mente viajera a veces va por
veredas que nada tienen que ver con la búsqueda de un sorprendente espectáculo natural.
El trayecto desde Nairobi hasta Lodwar, capital de aquella región Turkana,
era largo, complicado e, incluso, incómodo. Los kilómetros y kilómetros que era
necesario recorrer se convertían, por momentos, en un verdadero suplicio. Las
condiciones del asfalto no eran nada buenas y durante muchos kilómetros, donde
el abandono estatal era más que evidente, este asfalto había desaparecido.
Perfecto, o casi, el primer tramo hasta Kitale, una simpática ciudad tranquila
aunque nadie piense que carecía del bullicio africano. Desde allí un autobús se
lanzaba hacia Lodwar como si fuera una batidora ambulante. Gran parte de la
carretera malísima. El paisaje iba poco a poco pasando a semidesierto, salpicado
de aquellos arbustos llenos de espinas como de acacias malcriadas. Llegado un
momento, apareció la noche y casi se agradeció. El polvo y la arena se adueñaban
del camino, y al llegar a Lodwar a medianoche, el polvo estático
en el aire asfixiaba los pulmones.

Mujeres 'turkanas' sentadas a la orilla del camino
Desde
esta ciudad hasta el pueblo Kalokol, ribereño del lago, fue
necesario que el mochilero alquilara una moto. El servicio regular de ‘matatus’ estaba sujeto a la usual arbitrariedad
africana, y no era muy fiable. Eran 60 o 70 kilómetros por una carretera, ya
sin asfalto, repleta de baches que el motero trataba de superar con un poco de
paciencia y un mucho de pericia. Fueron más de dos horas de trayecto donde se cruzaron
con rebaños de camellos, y camellos solitarios, con rebaños de cabras, y cabras
esquivas que balaban como desesperadas al paisaje de arena y espinas que todo
lo rodeaba. Pero, sobre todo, se cruzaron con varios poblados ‘turkanas’, humildes, rodeados de la
nada, sin agua, sin comida, o algo que se pareciera, sin un utensilio en el interior
de sus humildes chozas. Cabañas que desprendían pobreza y miseria. Se acercó a
una de ellas y vio muy cerca el vacío, la nada y la más absoluta penuria. “Es
como quieren vivir”, le dijo el guía-motero. No le creyó.
Cabaña 'turkana'
La
ruta continuaba monótona, con aquel sol silencioso y dañino para la blanca piel
del viajero insatisfecho. Nuevos
rebaños de cabras, un joven ‘turkana’ en bicicleta se aproximaba de frente por la carretera llena de socavones y
varias mujeres ‘turkanas’ sentadas aparecían
a la orilla del camino, bajo un árbol semiseco saturado de espinas.
Atravesaron,
sin detenerse, a su ritmo motero el pueblo de Kalokol y continuaron dos
o tres kilómetros más hasta la misma orilla del lago. Ningún paisaje especial a
la vista, pero un grito atronador de alegría descolocó a aquellas mujeres ‘turkanas’ que, apoyadas en un pequeño
bote pesquero, charlaban en la orilla. El sueño de ver el lago Turkana, cumplido. Es
el mayor lago permanente, en entorno desértico, del mundo. Según algunas
informaciones, en peligro por el control en el suministro de aguas del río Omo
que lo alimenta.
Tocó sus aguas, entre restos de pequeños peces muertos, y respiró fuerte su calurosa y reposada brisa. El sol se mostraba, en aquel momento, en todo su esplendor y picaba al mochilero.
Se fueron de vuelta al pueblo de Kalokol a vivir, de nuevo, un poco el bullicio africano.
Paisaje y camellos pastando
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