La Ciudad Perdida, vista desde la parte alta
En esta ocasión, en este viaje, lanzarse a la hazaña de ir a la Ciudad Perdida no era una decisión del viajero
insatisfecho. Por suerte (o desgracia) ya había conocido esta ciudad Teyuna
(así era conocida por los indígenas) en 1996, después de un esfuerzo, en aquel
entonces, de 5 días de lucha contra las subidas, charcos, lluvia, mosquitos, resbalones,
ríos y cansancio, la selva era siempre un territorio hostil. Además, en fechas
muy complicadas pues la zona estaba también ocupada por la guerrilla, con total
falta de empatía hacia turistas y visitantes. La expedición de entonces estaba
compuesta por dos personas: el guía y el mochilero leonés, 22 años más joven.
Por poner en situación al lector que no haya conocido nada de este enclave,
sería necesario transmitir que se encontraba en medio de la Sierra Nevada
colombiana, en un paraje selvático a orillas del río Buritaca. Únicamente era
posible llegar mediante una larga caminata (con guía y contando con una
infraestructura ya prevista de varios campamentos en la selva) aunque, teniendo
suerte, unos pocos kilómetros iniciales podrían hacerse en motocicleta (de paquete), y otros pocos más adelante,
en mula. La expedición a aquel territorio -en él, los pueblos descendientes de
los tayronas (kogis,
arhuacos, wiwas y kankuamos) tenían mucho que decir- se alargaba cuatro o
cinco jornadas. Duras jornadas estas, donde el descanso se realizaba en los
campamentos, normalmente después de todo un largo día de caminata por sendas,
estrechas veredas o trochas selváticas.
Parte del campamento 1 (1ª noche)
Las caminatas tenían todas las autorizaciones de esos
pueblos tayronas que dominaban la
selva, sus antiguos emplazamientos y las montañas como propiedades de sus
dioses y en las que sus ‘mamos’ (una persona, un guía, un orientador de la ley de origen y representante del principio del conocimiento) ejercían un férreo control.
Ahora, esta pareja de amigos se encontraba en Santa Marta que venía a
ser como el lugar ideal para organizar una excursión allí, a través de las 3 o
4 agencias que cumplen esa misión. Pero a primera hora de la mañana de la
víspera aún nada estaba decidido. Ese extremo, la decisión, era más que eso, era
determinación a la hora de elegir algo que hacía ilusión pero que de entrada se
sabía duro en extremo. Una vez tomada ésta con osadía, ya a media mañana,
comenzaba el agobio del preparatorio de mochilas y enseres para pasar 4 o 5
días en plena montaña selvática tayrona,
mientras el resto del equipaje quedaría a buen recaudo. A la postre, serían
cuatro. Poco equipaje, estaban advertidos, pues las jornadas eran de gran
dificultad y el peso de la mochila jugaba en contra del senderista
principiante. Dos 4x4 trasladarían al grupo, a la mañana siguiente, hasta la
población de Mamey (o Machete) donde, ahí sí, comenzaría
la aventura. Una vez ingerido el almuerzo, el guía (Saúl) dio la orden de
marcha. Las primeras dos horas y media de ascensión permanente, de complicada pendiente
y estable inclinación, ponían ya a prueba al grupo de atrevidos. El mochilero recordaba
esta elevación 22 años antes, y hablaba con el guía de su dureza. Este se reía
sin pronunciar palabra. Después de cuatro horas y media de agotadora marcha, llegaban
al campamento 1. Nada que ver con el
campamento donde pasó aquella lejana primera noche, excepto la ubicación y su dueño Adán. Entonces, era una casa de
madera con un cobertizo adosado con varias hamacas para el descanso; ahora,
eran siete u ocho cobertizos/barracones construidos entre la frondosa
vegetación a lo largo de la orilla del pequeño río, afluente del Buritaca, la
mayoría de ellos con sencillas literas provistas de mosquiteros para pasar la
noche y unas mesas corridas delante para la cena y desayuno. Baños, retretes y
duchas completaban los servicios básicos existentes. Y otra gran diferencia con
lo que retenía en el recuerdo: allí pasó la primera noche en compañía del guía
y del matrimonio propietario. Ahora, y en la misma noche, dormirían alrededor
de 170 agotados turistas.
El turismo invasor.
Con el siseo de los mosquitos que rondaban los cuerpos embadurnados de ‘Relec’; con la noche nublada apunto de
llover; con los olores puros de la selva, del bosque mixto lleno de líquenes, arrayanes,
lianas, sietecueros y otro tipo de arboleda con sus helechos, bromelias y
orquídeas; con el gorjeo de la multitud de aves cercanas, y -en la imaginación-
con el rugido de alguno de los felinos más codiciados de la sierra (jaguares,
ocelotes o tigrillos), se rindieron al profundo sueño selvático.
No va a detallar todas las peripecias del trayecto ni todos los pormenores
del avistamiento, al tercer día de marcha, de los más de 1.200 escalones que
ascendían a la Ciudad Perdida, partiendo del río Buritaca. Su ascenso era
como la última prueba de fuego que ponía la expedición a todos los visitantes.
Su subida era dura. Muy dura. No obstante, si no hubiera sido por estas
escaleras ribereñas, quizás los exploradores nunca hubieran descubierto, en la
década de 1970, esta ciudad precolombina, este mal llamado ‘machu-picchu’ colombiano. Si querría
dejar constancia también de la inconveniencia de la lluvia a la hora de
caminar; del suelo resbaladizo por el agua caída; de los numerosos arroyuelos
empedrados que era necesario cruzar y, luego, estaba el río Buritaca, vadeado
en cuatro ocasiones.
Poblado kogi, a orillas de la senda
La Ciudad Perdida se perdió en la época de la conquista. Diversos
sucesos relacionados con nuevas enfermedades, y otros, llevaron a ello. Ahora, sus
ruinas ya ubicadas, eran una maravilla. Conocida por su nombre indígena, Teyuna,
fue construida por los tayronas en
las laderas septentrionales de la Sierra Nevada de Santa Marta. Actualmente
constituía una de las ciudades precolombinas más grandes descubiertas en
América. Se erigió, según señala la Lonely
Planet, “entre los siglos XI y
XIV, aunque sus orígenes se remontan más atrás, quizá al siglo VII […] Es la
ciudad tayrona más grande descubierta hasta hoy y fue probablemente su mayor
núcleo urbano y su principal centro político y económico. Se cree que vivieron
entre 2000 y 4000 personas”.
Vadeando el río Buritaca
Nada había cambiado de cómo la recordaba, tal vez alguna terraza más
descubierta, pero pocas, aunque faltaban, eso sí, muchas por descubrir. Por
descontado evocaba su impresionante ubicación, en una ladera montañosa que
precisamente necesitaba, para situar sus edificios, las firmes y bien asentadas
terrazas construidas con rocas, vestigio que permanecía de aquel populoso
asentamiento tayrona. El lugar
comprendía un complejo sistema de caminos empedrados, escaleras y muros
intercomunicados por una serie de terrazas y plataformas sobre las cuales se
construyeron los centros ceremoniales, casas y sitios de almacenamiento de
víveres.
Escaleras tayronas, de subida a la Ciudad Perdida
En 1996, en aquellas ruinas tayronas
se encontraban unas 8 personas, incluidos los cuatro soldados que observaban de
lejos a los tres turistas o viajeros. Ahora, en aquella mañana de primeros de
agosto, vagaban por aquellas piedras unas 200 personas, casi el límite de lo
permitido por las autoridades colombianas.
El turismo invasor.
Terrazas de la Ciudad Perdida
Aun sin el cuerpo recuperado del esfuerzo, al situarse en la parte alta de
las terrazas, la satisfacción parecía vislumbrarse en los casi 200 rostros que
por allí pululaban como perdidos en el paraíso o, quizá, en el abismo.
El regreso, por los mismos senderos y trochas, no fue menos dificultoso. Al
haber inevitablemente más zonas con descensos que en el camino de ida, se podía
hacer algo más rápido, pero no menos agotador.
La llegada al punto de partida, a Mamey (o Machete), fue como una liberación.
Todos con todos. Todos entre todos. Risas y más risas.
Misión cumplida.
Terrazas de la Ciudad Perdida
Copyright © By Blas F.Tomé 2018
Un relato profundamente interesante y enriquecedor, con ese trasfondo del paso del tiempo que aún incrementa lo apasionante de leerlo.
ResponderEliminarBien por el Sr. Tigre!
ResponderEliminarCómo bien dices esas pendientes con las lluvias son temibles y el acoso de los zancudos desesperante.
Las risas de "misión cumplida" compensan el agobio al límite.
Besos
¿Nunca segundas partes fueran buenas? Quizás también un buen título para el post.
ResponderEliminarA veces no sabe uno si es el lugar lo que cambió o es el viajero quién lo hizo.
En cualquier caso y a pesar de todo quedaté con la satisfacción de aquela primera vez que había solo 8 personas comparada con las 200 de ahora y su disfrute en aquel momento de hace 22 años.
Yo al menos no pasé por esa experiencia en mi paso por Santa Marta y dejé pasa el tren como se suele decir.
Pues nada señor viajero, un placer leerte y ver el rastro de tu huella por esa parte del continente americano, el que te gusta de verdad.
Saludos
Hola Blas: haces bien en ponernos en antecedentes a quienes te seguimos, pero no hemos tenido oportunidad de conocer la región. La verdad es que al principio no se te ve muy convencido de iniciar este duro recorrido, pero se te nota al final contento.
ResponderEliminarLo del turismo invasivo parece que no tiene remedio y que va cada vez a más. En nuestra generación, los viajeros de largo recorrido erais pioneros. Hoy, algunos de mis sobrinos han estado ya en Tailandia, en Perú, en Kenia...y por supuesto en EEUU y conocen Europa mejor que España, que Andalucía. Y no creo que sea un caso aislado...
Un abrazo!