20 de septiembre de 2025

Punta Cana, y alrededores / República Dominicana


Escultura a la entrada de Friusa, en el cruce con la Highway

Las tres últimas noches las pasó el viajero insatisfecho en la zona de Punta Cana, de donde salía el avión de regreso a España. Estaba a unos treinta kilómetros del aeropuerto, hospedado en un modesto hotel, en un área alejada de la playa que llamaban Friusa, del otro lado de la Highway, o Bulevar Turístico del Este. En los alrededores del hotel, prevalecía un cargado ambiente dominicano, muy local y deteriorado. Mucho movimiento, mucho jaleo y mercadeo, y calles ruidosas bastante abandonadas. El Friusa, como centro comercial, aparentaba bastante desastroso. Aun así, disfrutó de esos dos o tres días realizando salidas turístico-mochileras.

Una de las jornadas, se atrevió —atendiendo la sugerencia de un amable dominicano— con Los hoyos del Salado, un cenote natural no muy espectacular pero atestado de público, sobre todo de buggys con jóvenes turistas de diferentes nacionalidades. Al lado, un Parque de aventuras, donde los dólares que pedían a la entrada excedían su presupuesto y su dignidad como viajero antisistema. No entró. Se escapó de la zona andando —al menos dos horas de trayecto hasta la carretera nacional— impulsado por lo mucho que rehuía aquel ambiente “turistón”, quizás mezquino. Pudo disfrutar, en los ratos que el trasiego de buggys lo permitía, de los campos verdes y de las haciendas de las orillas.

Cenote, los hoyos del Salado


Caravana de buggys, en el regreso de Los hoyos del Salado

Otro de los días, un taxi-moto lo acercó a las playas, distantes de su hotel unos cuatro o cinco kilómetros: playa del Cortecito y playa del Corralito. Aquí se encontraban ubicados gran número de resort (El Lopesan Costa Bávaro Resort y Barceló Bávaro Palace Resort, muy cercanos). Paseó por la orilla del océano entre multitud de “turistas de sol y playa”. Podría decir aquí, sin ningún tipo de reparo, que el ambiente le decepcionó bastante. Gran parte de la arena de la playa estaba cargada de algas muertas, que incluso desprendían mal olor. Un único tractor —a todas luces insuficiente para el volumen de desperdicios— trataba de limpiarlas en los varios kilómetros de playa. El área de arena frente a alguno de los resorts estaba más o menos limpio, pero el resto….


Algas en la playa del Cortecito

Para acceder a la parte pública de la playa del Cortecito, era necesario entrar por un angosto callejón entre pequeños locales comerciales, abarrotados de objetos de recuerdo, gran parte de ellos, baratijas chinas. Casi, casi para echarse uno a llorar.

¿Cómo puede el género humano generar tantas cosas innecesarias, tanta mierda?

Así, con esta sensación de hastío hacía el turismo de “sol y playa”, abandonó la República Dominicana.


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5 de septiembre de 2025

La Romana y Higüey / República Dominicana


Plaza central de La Romana

La siguiente parada fue La Romana, procedente de Samaná, aunque con un “transfer” de bus en la capital de Santo Domingo. Esta población recibió al viajero insatisfecho con una tromba de agua impresionante camino al hotel. Parado, junto al moto-taxista, bajo un cobertizo, aguantó más de una hora.

Había reservado el hotel con antelación, pero resultó estar muy alejado del centro de la población. Era pequeño, pobre de servicios y cutre, pero empobrecido aún más por la total falta de profesionalidad de los empleados. Lo abandonó al día siguiente temprano.

La población de La Romana en sí, no tenía ningún encanto. Un centro antiguo, sin ser característico colonial, de calles perpendiculares y manzanas simétricas. La fama de la ciudad, supuso, vendría de los alrededores: por sus playas, resorts, famosos visitantes y demás zarandajas turísticas. Para palpar el ambiente, ese día, después de encontrar un hotel más céntrico, cogió un minibús colectivo que le llevó a Bayahibe, otra pequeña población que se apreciaba turística. El pequeño puerto allí ubicado, estaba ocupado por botes y pequeños yates que se dedicaban al transporte de turistas a la pequeña isla Saona ¿Qué ofrecía este islote? Pues, arena, música y mucho alcohol para grupos organizados. Al menos, eso le dijeron los que trabajaban por allí, pues no lo comprobó: el ambiente tiraba un poco “pa’trás”.

Al día siguiente abandonó La Romana hacia Higüey. ¿Qué cosa interesante había en esta otra población? Le informaron que era un sitio muy visitado por su tradición religiosa, por la catedral y su clásica peregrinación. Sin dejarse impresionar por estos hechos, pero teniendo en cuenta que le quedaba de camino hacia su destino final, decidió hacer una parada.


Basílica Catedral de Nuestra Señora de Altagracia, en Higüey

La Basílica Catedral era sin duda el motivo de tanto turismo local. Una impresionante Basílica, casa de la Virgen de la Altagracia y, también, uno de los santuarios más visitados del Caribe. El origen de la devoción “altagraciana” era muy antiguo. El Papa Juan Pablo II, durante su visita al país, coronó personalmente, en enero de 1979, a la imagen con una diadema de plata sobredorada, regalo personal suyo. La advocación de la Virgen de Altagracia era muy popular, concurriendo a su santuario todos los años numerosos grupos que iban desde los más apartados confines de la isla a ofrendarle los votos y promesas.


Iglesia de San Dionisio

Muy cercana, estaba también la Iglesia de San Dionisio, que había funcionado como la catedral anterior, siendo además el primer santuario mariano del continente americano.

Con unos paseos por esta población, de aspecto moderno y con evidencias de progreso, finalizó su estancia.

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23 de agosto de 2025

Samaná / República Dominicana


Bahía de Samaná, vista desde el malecón

Llegó a la población de Samaná, en la península homónima, desde Las Terrenas. La población estaba situada en una bahía, en la que se apreciaban varios barcos de poco calado, más bien botes dedicados al transporte de turistas; pequeños veleros, y poco más. Desde el recién estrenado malecón, le llamó la atención el puente peatonal que se veía a lo lejos y que enlazaba con un pequeño islote que había en la bahía. Lo recorrería uno de los días.

Poco que ver en esta población, que tomó como base para visitar uno de los días Las Galeras y, otro, El Valle. Ambas poblaciones y playas con poco atractivo al margen de las playas en sí.

El trayecto a Las Galeras, aunque era más largo que el de El Valle, tampoco le llevó mucho tiempo. El minibús le dejó al borde de la playa, después de atravesar la población por la vía central que a primera vista catalogó de pequeña villa turística. Vivía, en apariencia del turismo local y, algo menos, extranjero. Como la playa no era (ni es) uno de los fuertes del viajero insatisfecho quiso conocer un poco los alrededores. Un taxi-moto le pareció la mejor opción. Primero le llevó a una mina de mármol, en apariencia abandonada, pero en la que pudo apreciar la forma en que extraían, en grandes bloques, el material del interior. Luego, a través de pequeñas carreteras se acercaron a la playa Rincón, donde desembocaba un río que, según le dijeron, tenía cierta belleza natural. Y sí, en la misma playa, desembocaba Caño Frío, un pequeño río de aguas cristalinas que mezcladas con la vegetación componía imágenes muy naturales, con cierto encanto. Recorrió sus orillas durante un trayecto, sacó unas fotos y poco más.


Entrada a la mina de mármol


Caño Frío

Un minibús, a primera hora de la mañana en Samaná, le acercó el día siguiente a El Valle. Una zona de exuberante vegetación, que mantenía aún el atractivo rural y de tranquilidad al ser zona de agricultores y hacenderos. El transporte le dejó en una zona apartada, cerca de la pequeña casa Don Cacao, de Federico. Este viejo labriego le enseñó el proceso artesanal y rudimentario de transformación del cacao.


Salto El Castaño, en El Valle

Todo ello también estaba cerca del salto El castaño, que pretendía visitar. No había visto foto alguna en internet del salto, que luego le decepcionó. Todas las penalidades sufridas hasta llegar a él, no cree que merecieran la pena, aunque positivando la experiencia podría decir que sí. La subida en solitario por el cauce del pequeño arroyo se hizo un poco penosa y este mochilero no conocía la distancia que debía recorrer hasta llegar. La soledad del paraje y la sensación de estar perdido casi le hicieron volver sin alcanzar su objetivo. Menos mal que encontró a un labriego, montado a caballo que trasportaba plátanos, y le ayudó a conseguir la meta: el salto. Chapoteando por el arroyo, a la vuelta, regresó a la población de El Valle. Visitó su playa, y finalizó la tarde y la jornada en la terraza de un bar, frente a una cerveza Bohemia, la primera vez que la tomaba. Durante la estancia en el país, se había centrado en la Presidente, la cerveza más famosa de la República Dominicana.

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8 de agosto de 2025

Recorrido norte / República Dominicana


Parque, en la población de Nagua

Después de Puerto Plata, el viajero insatisfecho fue recalando y sondeando algunos puntos por la costa norte dominicana. Paró en Cabarete, donde pasó dos noches, pero le resultó una plaza playera de poca enjundia. Una playa turística, pero también con ambiente local, y con unos alrededores de naturaleza verde, pero poco significativos.

La siguiente estación, elegida de manera arbitraria, sería la ciudad de Nagua, una de las poblaciones más insulsas de toda la isla, al menos, de las pisadas por este mochilero. Encontró un hotel barato, en el que pasó una única noche, pero lo que ofrecía eran unas comodidades escasas. La ciudad, a orillas del mar, vivía de espaldas a éste, aunque entonces estaban iniciando la construcción de un malecón que inevitablemente hermanaría a la ciudad con el mar. Un ridículo parque ajardinado, de una manzana de extensión, era uno de los estímulos turísticos, al menos, al preguntar por ellos, allí le enviaron. De allí, partió al día siguiente hacia Las Terrenas.


Caballos, a veces, utilizados para llegar al salto de El limón

Esta localidad hasta mediados del siglo XX era un pueblucho de pescadores, pero el turismo en esta región estuvo en constante crecimiento debido a la inversión en construcciones turísticas como hoteles, discotecas, restaurantes y plazas comerciales. Al recalar allí, se dio cuenta de la importancia del turismo, por los muchos hoteles que circundaban las extensas playas. Un pequeño apartamento, alejado del bullicio playero, encontrado por Booking, fue el lugar elegido para pasar unos días y noches en la zona.


Salto de El limón

Lo primero que visitó por los alrededores fue el salto de El limón, cerca de la población del mismo nombre. Tomaría un minibús en Las Terrenas hasta el pueblo El limón y allí otro que le dejaría en una de las entradas o acceso a la senda que le llevaría al salto. Desde la entrada hasta el salto eran necesarios unos cincuenta minutos de caminata, de subidas y bajadas por estrechas sendas. Atravesó el arroyo que formaría la cascada, centenares de metros antes de avistarla. La panorámica del salto, una vez a sus pies, después de bajar cientos de escalones entre naturaleza abrupta, no le dejó indiferente. En medio de esta naturaleza dominicana, la caída de las aguas desde una altura de unos cuarenta metros conformaba una cascada de gran belleza. Estaba ocupada ese día por gran número de turistas, tanto locales como extranjeros, que se divertían en ocasiones con los baños en el pequeño estanque que se formaba en su base.

Fue una jornada diferente, en la que pudo huir de playas, uno de los atractivos más populares en República Dominicana.


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25 de julio de 2025

Puerto Plata / República Dominicana


Parque Central, con catedral al fondo

El viajero insatisfecho llegó a Puerto Plata con pocas aspiraciones en cuanto al interés de la famosa ciudad dominicana. Y así fue. Encontró un hotel bastante alejado, playero, en el que aguantó la primera noche, luego se despidió y buscó uno por el centro. Al fin y al cabo, las playas eran el atractivo de la zona, por los alrededores, tanto por el este como por el oeste de la población. Como otros alicientes de Puerto Plata podría hablar de las famosas vistas desde el teleférico, que debería ascender hasta la loma Isabel de Torres. Y dice “que debería ascender” porque en las fechas de la visita el teleférico estaba inactivo, llevaba ya varios meses. Según le dijeron, arriba había unos preciosos jardines botánicos, lo que facilitaría un agradable paseo, y un impresionante Cristo Redentor, de los muchos que se ubican en distintas partes del mundo: el más famoso el Cristo del Corcovado, en Rio de Janeiro. En esta población se ofrecían, también, excursiones a las 27 cascadas de Damajagua, a unas decenas de kilómetros, pero las apreció —por fotos y vídeos en internet— tan turísticas que declinó su visita.

Hasta aquí, lo no visitado.


Antigua casa colonial

Calle rosada

Si paseó por el centro de Puerto Plata, que ofrecía casas coloniales, en el casco viejo, y el parque de la Independencia o parque Central, donde se ubicaba, en uno de los lados, la catedral de San Felipe Apóstol y, en el centro, su bonito templete. Este parque servía como punto de encuentro cultural y lugar para eventos para locales. Una de las noches, hubo una concurrida actuación musical, con tintes de pop-rock, no recuerda el nombre del grupo musical. 

Además, en el centro histórico, estaba la turística calle de los paraguas y calle rosa, que parecían expresamente decoradas para recibir a turistas de los muchos cruceros que allí atracaban. Durante los tres días que permaneció en la ciudad, al menos, en dos de ellos, estacionaron sendos gigantescos cruceros. Había, también, al rebufo del “turismo cruceril”, varias fábricas de puros (tabaco) dominicanos, cuyas exhibiciones de fabricación artesana cumplían la misión de venta del producto (a precios realmente, desproporcionados).


Fuerte San Felipe
Crucero atracado en Puerto Plata

Una calurosa mañana visitó también la fortaleza San Felipe, antigua construcción de la época de dominación española, que durante largos periodos posteriores fue también prisión.

Especialmente, en esta ciudad, notó la presión turística de los cruceros, que impone normas falsas de vida a sus habitantes y estereotipos de costumbres nada reconocidas o relevantes.


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12 de julio de 2025

Nosy Be / Madagascar


Playa de Ambatoloaka

El vuelo de salida de Madagascar y regreso a España, lo había comprado para el aeropuerto internacional Fasenina-Ampasy, en la isla Nosy Be. Desde Diego Suarez, donde se encontraba, regresaría otra vez a la ciudad de Ambanja, para desde allí tomar un barco hacia la isla.

De nuevo, tendría que hacer el trayecto de regreso —por el centro de Madagascar— en minibús por etapas, debido a los puentes destruidos en la carretera nacional RN-6. En Ambanja se alojó en el hotel Palmanova, que ya conocía desde hacía una semana, en su anterior paso por esta ciudad.

El trayecto en barco desde el puerto de Ankify, cercano a Ambanja, hasta Hell-Ville, en Nosy Be, duró unas dos horas. Esta pequeña ciudad, tenía un gran ambiente comercial y un aspecto más moderno que otras poblaciones malgaches. Se palpaba el movimiento y ajetreo.

Una vez allí, tenía claro que se hospedaría en Coucher du Soleil (reservado por Booking), en la playa de Ambatoloaka, donde pasaría las tres o cuatro noches que le quedaban para el vuelo de regreso. Dos meses después de aterrizar en Antananarivo, se encontraba a un paso del avión de vuelta.


Puerto cercano a la playa de Ambatoloaka

Ambatoloaka era una playa con relativa afluencia turística. Varios hoteles bordeaban la arena y otros tantos retirados de primera línea, pero muy cercanos a las aguas. La calle paralela y muy turística también contaba con multitud de bares y restaurantes, donde las cervezas pronto aparecían en sus barras y mesas. Por allí rondaban franceses, italianos y otros personajes europeos y, especialmente, muchas jóvenes malgaches receptivas a todo tipo de invitación. Uno de los locales, en el que la música en vivo y enlatada se prolongaba hasta altas horas de la madrugada era Taxi Be, un antro veraniego, como el de cualquier otra playa europea. Allí estuvo el viajero insatisfecho, al menos dos noches, tanteando el ambiente con una cerveza THB en la mano. Se sentaba en una de sus muchas mesas y observaba cómo el ambiente discotequero se apoderaba del local. Sobre todo, jóvenes malgaches y turistas europeos movían sus esqueletos al son de grupos, realmente buenos, de música rockera y africana.


Taxi Be, local nocturno (foto en el día)

Durante las horas de sol, uno de los días contrató una excursión para conocer Nosy Iranja, alejada unas dos horas y media de barco, y otro, a Nosy Sakatia, una isla muy cercana, donde pudo nadar entre tortugas en su ambiente marino.


Playa de Nosy Iranja

Playa de Nosy Sakatia

A Nosy Iranja llegaban algunos pequeños barcos con turistas locales y extranjeros para disfrutar de la playa, una lengua de arena que unía la isla con un islote cercano.

Entre agua salada, playas, islas y cervezas se despidió de Madagascar.

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30 de junio de 2025

Diego Suarez o Antsiranana / Madagascar


Barrio de pescadores, en Antsiranana

Al llegar a Diego Suárez o Antsiranana (nombre local) lo primero que hizo fue acercarse a cargar la tarjeta SIM del móvil, necesaria —todos sabéis— en este mundo de comunicación y redes sociales. Esto le llevó a la Rue Colbert, que recordaba de su primera visita a la ciudad; una de las calles con más reminiscencias coloniales, con esas casas porticadas, algunas reconvertidas en hoteles, que aún mantenía en su memoria. Le llevó a otros tiempos: al día en que una anciana mujer malgache se sentó frente a él y le habló durante un buen rato en idioma local, mirándole a los ojos. No entendía absolutamente nada de sus palabras, pero —sorprendido— aún lo recordaba.

La estancia actual duró varios días. Allí pasó el tan cacareado tifón Dikeledi, que resultó no ser gran cosa, al menos, así lo pensó el viajero insatisfecho.


Joven sakalava, con su cara pintada

Baobab local

Dos recorridos claves hizo durante esas jornadas por los alrededores. El primero, una visita a las famosas tres bahías (Bahía de Sakalava, las Palomas y las Dunas) que en realidad era una visita a la naturaleza malgache y un trayecto de disfrute de algunas peculiaridades de la zona. Este recorrido a pie, acompañado por un joven que se ofreció y a quien luego gratificó, era demasiado largo: al finalizar el caminante se encontró cansado, casi extenuado de tanto patear. A la llegada a la bahía de Sakalava, única con población estable y varios establecimientos para alojarse, pudo disfrutar de una bonita tradición local: varias mujeres y jóvenes, con su cara pintada con bellos dibujos geométricos. Visitó, además, un tradicional baobab, de una clase diferente a otros vistos, con sus ramas más horizontales respecto al suelo. En la bahía de las Dunas, un pequeño campamento de pescadores ofrecía la posibilidad, que aprovecharon, de comer y beber en plan local. Finalizaba en el faro, ubicado a la entrada de la gran bahía de Antsiranana. En los alrededores de éste, varios asentamientos de cañones antiguos, pero aún visibles, en defensa de la bahía.


Bahía de Sakalava (foto típica)


Antiguos cañones de defensa, y faro (al fondo)

Otro de los días, hizo una excursión a los tsingy rojos. Estaban localizados a unos 60 kilómetros de la ciudad. Necesitaba un transporte privado, lo que resultaba demasiado caro para hacerlo en solitario. Una joven malgache (acompañada de su hijo y un hermano adolescente) residente en Francia y de vacaciones en su país, le servirían de acompañante y compartiría gastos. Realizaron el viaje en un 4x4, con conductor-guía.


Paisajes de tsingy rojo


Los tsingy rojos eran unas formaciones, creadas por la erosión del viento y de la lluvia, compuestas de laterita y de material calcáreo, de colores rojos, amarillos y rosas. Aunque estaban protegidas por la UNESCO, corrían verdadero peligro de desaparición. Se podían hacer observaciones desde lo alto de un acantilado, donde se apreciaba un gran cañón con sus bordes constituidos por los tsingy. También, descendiendo este cañón se podían admirar de cerca y apreciar sus suaves formas. Un día lluvioso —posterior al paso del tifón Dikeledi— sirvió como acompañante natural en la visita. En el descenso al cañón, el suelo era resbaladizo y la sensación de deterioro de aquellas formas espectaculares era más que evidente. No produjeron ningún destrozo, pero la percepción de peligrosidad era manifiesta.

Una pena que tal maravilla natural esté expuesta a su desaparición.


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19 de junio de 2025

Santo Domingo / República Dominicana


Parque Colón, Santo Domingo

Pisaré tierra dominicana en el aeropuerto internacional que hay en Punta Cana, en el extremo este del país. Dormiré la primera noche por los alrededores, pero a la mañana siguiente saldré en autobús directamente a la capital, Santo Domingo. Esa era la intención del viajero insatisfecho, y fue eso lo que pasó.

La primera impresión que le causó Santo Domingo fue la de una gran ciudad, en su mayor parte tremendamente bulliciosa, pero donde le dejó el autobús, mucho más tranquila. Era una zona cercana al centro colonial de largas calles y avenidas, donde los coches y la circulación eran los protagonistas; menos, lo eran los peatones. A unos centenares de metros estaba el Palacio Nacional de la República, e influenciado por ello —dedujo— la seguridad parecía ser bastante buena. El hotel tenía buen aspecto, pero cuando accedió, sacaría una conclusión que mantendría a lo largo de todo viaje: la falta de profesionalidad del personal del hotel, la mala atención, la desgana y la falta de empatía de los empleados dominicanos. Con alguna excepción, en su recorrido por los hoteles de las poblaciones, pudo demostrar dicha conclusión. En algunos casos diría que, para lo que ofrecen, el precio era excesivo.

La zona colonial de Santo Domingo era si no espectacular, si al menos interesante. Esta zona —concentrada en los alrededores del Parque Colón y catedral de Nuestra Señora de la Encarnación— estaba bastante bien cuidada, incluso, en los momentos de esta visita, varias calles aledañas aparecían en obras de mejora.

El turismo mandaba, y el aumento de éste era, según datos, un hecho real.


Una de las puertas de la catedral de Nuestra Señora de la Encarnación

Casa del Cordón

La arquitectura de la catedral de la ciudad se caracterizaba por su estilo gótico tardío, sólidas paredes y tres puertas principales de acceso, una de ellas de estilo plateresco. En su entorno, era interesante también la calle de las Damas, que tenía como atractivos varias casas coloniales, en alguna de ellas vivió Diego Colón, hijo de Cristóbal Colón y virrey de las Indias; la Fortaleza Ozama; el panteón de la Patria, o la casa de Rodrigo de Bastidas. También, por los alrededores, la casa del Cordón, una de las primeras casas de piedra de América y probablemente la primera de dos pisos.

Por toda esta zona hizo un recorrido matinal guiado —de esos que ofrecían gratis, pero luego exigían una elevada propina— al día siguiente. En la plaza de España, al final de la calle de las Damas, un pequeño reloj de sol daba muestra así de la antigüedad de la zona. En esta plaza, se encontraba el Alcázar de Colón y la puerta de Don Diego, que servía de acceso al interior amurallado.

Como dato anecdótico, en una de las calles aledañas al Parque Colón, había una estatua, a pie de calle, como homenaje a Joaquín Sabina, y un pequeño bar.


Bar Sabina

Ruinas del hospital San Nicolás de Bari

En solitario, ya había descubierto las ruinas del antiguo hospital de San Nicolás de Bari, el primer hospital de las Indias; las —también— ruinas del Monasterio de San Francisco, y otros muchos edificios coloniales, en algunos casos, reconvertidos en museos y hoteles. Esos paseos le llevaron por otros muchos lugares. Le llevaron, por ejemplo, al monumento (moderno) a Fray Antón de Montesinos, que rendía homenaje al célebre defensor de los indios taínos.

Tres días de intensos y fructíferos paseos dedicó a la ciudad de Santo Domingo.


Monumento a Fray Antón de Montesinos

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6 de junio de 2025

Ambanja y, más al norte, Ankarana / Madagascar


Puente destruido sobre el río Ifasy. Cruzando el río en barca.

Sabía, porque recordaba del anterior viaje a Madagascar (hacía unos 30 años), que la distancia entre Mahajanga —donde estaba— y Ambanja sería larga. Le esperaba otra noche completa de insufrible minibús, pero parecía que era la solución más acertada. Las poblaciones de paso entre estas dos ciudades, no tenían nada interesante. Aunque Ambanja tampoco, pero era quizás un buen sitio para hacer un alto en el camino, descansar y luego continuar viaje más al norte.

Llegó a Ambanja a primera hora de la tarde, después de la incómoda noche en el bus. Buen momento para buscar hotel donde pasar la noche, pero… ¿qué hotel? No sabía, y pidió de nuevo ayuda a un rickshaw que, por cierto, consiguió con verdadera dificultad. No había muchos por los alrededores pues el minibús les había dejado fuera de la terminal de buses, en una calle apartada donde debía descargar gran parte del material que llevaba en el techo: en la baca, siempre cargada hasta los topes. Debió de encontrar el richshaw menos espabilado de la ciudad, pues después de las indicaciones sobre las características mínimas del sitio, le llevó a un hotel destartalado, rayando los bajos fondos. El segundo tampoco tenía las condiciones mínimas de habitabilidad, y no sería hasta el tercer intento cuando vio algo aceptable, aunque realmente apartado del ambiente céntrico de la ciudad. Pensó que este meollo no existía, pero luego de tomar posesión de la habitación y darse una refrescante ducha, descubrió que sí había un centro muy movido y ambientado de gente, muy cerca de la terminal de transportes, donde, en territorio africano, suele haber siempre atmósfera de mercadeo y movimiento.

No le preocupaba mucho recorrer la ciudad pues sabía que, después de visitar el norte extremo del país, volvería otra vez a Ambanja.

Para tomar el primer refrigerio del día, hizo un almuerzo tardío —sobre las cinco de la tarde— en el hotel Palma Nova, y le vinieron a la memoria sus años de estancias mallorquinas en la playa del mismo nombre. Allí conocería a un personaje-guía que, al día siguiente, le ayudaría a llegar a la entrada de la Reserva Especial de Ankarana, para posteriormente ejercer de guía durante el recorrido.

¡Pero vaya trayecto hasta allí!

Emplearon gran parte del día siguiente en una distancia no excesivamente larga, entre Ambanja y Ankarana.

En este trayecto para llegar a la entrada de la Reserva, dos grandes puentes sobre dos ríos habían sido derrumbados por pasadas inundaciones (¡en la carretera nacional norte-sur, RN-6!), hacía ya unos años, y era necesario atravesar su cauce en pequeñas barcas. Por clarificar movimientos: el primer minibús local les llevaría —recuerde el lector que va con otro personaje— hasta la orilla del primer río, estación final para el vehículo. Allí, lo atravesarían en una pequeña barca y tomarían otro minibús hasta el siguiente río, cuyo puente también había desaparecido y, de nuevo, otra barca para cruzarlo. Del otro lado, les esperaría un nuevo minibús local para continuar trayecto hasta la puerta de la Reserva Especial de Ankarana.


Entrada a la Reserva Especial de Ankarana

Tsingy, en la Reserva Especial de Ankarana

Puente colgante sobre los tsingy

Esta Reserva era conocida por los tsingy: unas formaciones rocosas muy especiales y de espectaculares aristas, formadas por las aguas subterráneas que habían ido socavando las tierras altas y habían creado cavernas y fisuras en la piedra. Componían sin duda un paisaje muy original y tremendamente peligroso para los normales movimientos humanos. Estas zonas poseían gran cantidad de fauna: reptiles; anfibios, en las aguas subterráneas; lémures; murciélagos y hasta una gran variedad de caracoles. Por supuesto, abundante y variada flora.

La expedición duró una larga jornada. El viajero insatisfecho —aunque satisfecho y tranquilo— llegó de regreso, al campamento base a la entrada de la Reserva, agotado.


Lémur corona, en los tsingy

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21 de mayo de 2025

De camino a Mahajanga / Madagascar


Baobab, en Mahajanga

Toda la nochevieja la pasó instalado en un minibús/matatu, camino de Mahajanga. Horas y horas en la absoluta oscuridad del interior, iluminados únicamente por los faros del vehículo. Circularon a buen ritmo por aquellas carreteras maltrechas. Cruzaron pequeñas poblaciones donde el sonido de la música, en algunos tenderetes a los lados de la carretera, anunciaba que era una noche especial. El vehículo paró unos treinta minutos poco antes de la medianoche y el viajero insatisfecho realizó el cambio de año tomando un cuenco de arroz blanco y cinco o seis brochetas que, con la escasa iluminación, semejaban ser carne, pero por el sabor más parecían vísceras.

Pisó tierra de la ciudad de Mahajanga ya avanzado el mediodía del primer día del año. No tenía hotel previsto, por lo que se encomendó al supuesto buen hacer de un rickshaw motorizado. ¡Un desastre! Le llevó a hoteles caros, aunque le había pedido lo contrario, e intentó cobrar al final una fortuna. Se vio obligado a ponerse duro con aquel personaje y no satisfacer sus peticiones. Al final, todo se resolvió con un cabreo superlativo del motorista/rickshaw.

¡Que le den, por estafador!

Para el mochilero, Mahajanga era una ciudad conocida, pero el paso de los años la había convertido, otra vez, en desconocida. No recordaba gran cosa y le parecía un nuevo hallazgo. El gran baobab, a orillas del mar, era la única imagen recurrente que tenía de la población. Allí, a redescubrirlo, se fue el primer día, y encontró al voluminoso árbol igual que su mente recordaba (21,70 metros de circunferencia). Luego se acercaría por la zona en otras ocasiones, pues por los alrededores vendían unos cocos fríos que le refrescaban del intenso calor.

En los bajos del hotel Central, donde se hospedó a partir de la segunda noche, había un restaurante de una calidad aceptable que daba a la calle. Muchos personajes, en apariencia marineros jubilados franceses, pasaban la mañana en aquel local, en interminables charlas delante de un café. Parecían conocerse todos: todos se saludaban.


Cirque rouge, en los alrededores de Mahajanga

Ducha natural, en la inmediaciones de la playa Cirque rouge

Vagueó bastante por sus calles y visitó el puerto, uno de los más grandes del país, y de donde Bruno, protagonista del libro, En busca de “otra” Marlene Dietrich, había partido en aquel barco de carga hacia el continente negro, en concreto, hacía Beira, Mozambique. Otro de los días, alquiló un rickshaw motorizado para acercarse al Cirque Rouge —a unos veinte kilómetros (insufribles)—, un terreno compuesto por una variedad de suelos de diferentes colores, desde el púrpura puro hasta el blanco claro, que formaban un enorme anfiteatro. Aquellas formaciones arcillosas multicolor, gracias a la imaginación, reinstalaban a su mente en películas futuristas hollywoodenses.

Ojeó, además, la extensísima playa cercana y solitaria, y regresó satisfecho a Mahajanga.


Campos de arroz, camino de Mahajanga


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10 de mayo de 2025

Trayecto de regreso a Antananarivo

En la playa de Mohambo, dedicado al coco

Para continuar su recorrido hacía el noroeste de Madagascar, desde el este, donde se encontraba (isla de Sainte Marie), debería regresar a Antananarivo, desandando —en medios de transporte, claro— el camino de ida. Un regreso por escalas, pues el trayecto era largo y las carreteras muy, muy deficientes.

Lo primero, para salir de la isla, era tomar el barco de regreso a Mohambo, donde pretendía dormir una noche. Arribó a esta pequeña población playera a media mañana y pasaría ese día deambulando por la playa, y matando el tiempo a base de agua de coco, cerveza y chupitos de ron local, con diferentes sabores (banana, tamarindo,….). Al día siguiente tomaría un matatu/minibús que le llevaría a Tamatave (aquí descansaría unas horas), y continuaría camino hacia Antananarivo. A esta capital del país, llegaría a primeras horas de otro nuevo día. Verdaderas jornadas viajeras, con muchas horas sentado en matatus, a veces insufribles. Llevaba ya más de un mes por estas tierras y los constantes viajes hacían mella en sus cansados huesos, pero… ¡adelante!

De nuevo, tuvo problemas para abandonar Antananarivo hacía el noroeste del país, debido a las fechas vacacionales malgaches. En concreto, pretendía dirigirse a Mahajanga, para iniciar un recorrido por lugares y poblaciones ya conocidos en su primera visita —y la única— al país, aunque de ello hacía ya muchos años.


Lago Anosy, en Antananarivo

Durmió dos noches en Antananarivo y durante el día intermedio se dedicó a recorrer barrios y calles populosas, a cambiar dinero (euros-ariary) y dar un paseo por la orilla del lago Anosy, ubicado en el centro de la ciudad. Ya lo había divisado desde lo alto del palacio de la Reina / Rova, los primeros días, cuando había llegado al país y, ahora, lo bordearía andando al completo. No pudo visitar el monumento central del lago, al que se accedía por un estrecho paseo, por encontrarse cerrado. No importaba. Observar a los paseantes, en un recorrido —allí sí, tranquilo—, fue uno de sus sencillos placeres. Muchos —demasiados— personajes en aparente abandono social (recogían basura, lavaban sus pocas pertenencias en el sucio lago,…) deambulando también por las inmediaciones hacían que el viajero insatisfecho se mantuviera siempre alerta, aunque estaba en una zona transitada por lo que se minimizaba el peligro. Además, ya iba conociendo la bondad de los malgaches, aun teniendo alguno de ellos un aspecto poco atractivo o más bien sospechoso.

Saldría hacía Mahajanga el 31 de diciembre, a media tarde.


Original adorno/jardinera, a orillas del lago Anosy


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