15 de septiembre de 2016

Batopilas / México

El mirador de la virgen y el cañón de Batopilas al fondo

Creel y Batopilas eran dos pueblos, alejados entre sí, de la sierra Tarahumara mexicana. ¿Por qué el viajero insatisfecho les trae juntos a este mismo artículo? Pues porque desde primero viajó al segundo, a través de una parte de la sierra. En Creel, antes, visitó un asentamiento o comunidad tarahumara, pueblo que mantenía aún vivas sus tradiciones como hacía cien o doscientos años, quizás como siempre. Basaban su mantenimiento en maíz, papas y frijoles, y eran estos los productos sembrados que rodeaban sus pequeños poblados familiares. Vivían de estos tres alimentos y, también, de lo que recaudaban en sus incursiones a poblaciones más grandes vendiendo sus rudimentarias artesanías y también, como no, del limosneo. Eran un pueblo aún marginado pero, según opiniones recogidas, no por el gobierno que les concedía subsidios de mantenimiento, aunque, basándose en esas mismas fuentes, ellos malgastaban en bebidas u otros derroches, en especial los hombres. 
(Como pareciera que esta describiendo su versión, añadiría que era una visión poco creíble). 
Una gran parte de los tarahumara habitaban en cuevas, algunas explotadas turísticamente. No todas. Pero eso sí, todas ellas con sus paredes rocosas negras del humo de sus necesarios fuegos ante el frío nocturno que a veces hacía en aquella inhóspita sierra.


Interior de una cueva donde vivían los tarahumaras
Uno de los desprendimientos que cortaban la carretera

Desde Creel a Batopilas el autobús se deslizaba por una aceptable y serpenteante carretera entre valles y barrancos. Fue sobre todo la barranca del Cobre que era necesario cruzar la que impactó al mochilero. Un corte bestial de precipicios rocosos, monumentales, recios, soberbios que la carretera zigzaguea con ingenio del experto que la construyó, convertidor, seguro, de veredas en caminos asfaltados. Se atravesaban pequeños pueblos de simpáticos topónimos como Samachiche, Basigochi o Kirare. Pero Batopilas estaba al fondo de un cañón que llevaba su nombre. El autobús, en lo más alto del impresionante corte, se lanzaba lento pero firme por la carretera recién construida hacia el profundo valle. Las recientes lluvias habían provocado multitud de desprendimientos y derrumbes, algo normal pues los cortes que las máquinas modernas habían dado a la montaña aún no habían asentado y cimentado. Paciente, con sensibilidad hacia el peligro que aparecía en cada curva, el bus avanzaba lento acariciando el barranco y dejando a veces a su izquierda y otras a su derecha un precipicio de espectaculares vistas. Y miedo.


Cañón de Batopilas

Como tenía ganas de una instantánea pausada, sin el incesante movimiento del motor, pidió una parada al conductor. “Cuando entre el pasaje va algún extranjero suelo hacerla en el mirador de la virgen”, le replicó. Así lo hizo. Una gran roca en medio de la carretera, justo al lado del mirador, hizo más fácil justificar la parada ante el resto del pasaje. Fascinante el cañón que se extendía en toda su amplitud y ante sus ojos. Unas fotografías y, de nuevo, el autobús continuó con su marcha. La vegetación que rodeaba la ruta iba cambiando con la temperatura, cada vez más suave y tropical. Con el paso de los minutos de descenso, las extensiones de pinos y otra vegetación montañosa se iban transformando en plantas tropicales. Cerca de Batopilas se veían papayas, naranjos, mangos,… Y calor, mucho calor. Un microclima en la región.
El origen de tan apartada población tenía que ver con los españoles colonizadores y con la plata que encontraron en sus alrededores. Visitó una de las minas abandonada hacía años, a la que accedió unos metros, después de ascender una pronunciada montaña entre cactus candelario; tomó unas cervezas con el que hizo de guía y con otro correligionario que apareció, y se retiró a descansar. En la pequeña pero coqueta plaza había un museo que enseñaba antiguas fotografías y utensilios mineros. Nada especial pero generaba, por su sencillez, ternura. 
Al viajero le gustó la temperatura de Batopilas, su emplazamiento en la ribera del río del mismo nombre, la tranquilidad que despedía el valle y la simpatía de la gente que se encontró. 
Bonito regalo, aunque lo abandonó al día siguiente. 
Ah!, y no se veían turistas. 
Ni se les esperaba.


El malecón al lado el río, en Batopilas, estirado pueblo que se divisaba al fondo


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4 comentarios:

  1. Leyéndote se hace camino contigo hacia Batopilas y se sienten todas esas experiencias y emociones que cuentas y que parecen decir que aún queda un mundo real, además de atractivo, allá fuera.

    Gracias y saludos.

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  2. Ay, Batopilaaaaaaaaaas! Hijo mio, que recuerdos! Es un pueblecito adormilado que despierta abruptamente al ritmo de las ametralladoras del ejercito a la busca y captura de los narcos, tan frecuentes por esas sierras.
    Donde te quedaste a dormir? No fuiste andando rio arriba hasta la "catedral"?
    Con que el Gobierno les da tantas ayudas!
    Mejor seria que les devolviese sus tierras, las arables, no los penascos que le han adjudicado que solo producen lagartos y escorpiones.
    Besos

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  3. Impresiona el cañón de Batopilas, Blas. En concreto, más en la foto nº 3. Por muy despacio que fuese el autobús, me pregunto cómo pudo atravesar esos desprendimientos ya que no parece que haya mucho espacio para pasar...a no ser que se trate de un "bus-oruga". Me gusta también la parte final en la que hablas de la tranquilidad del lugar y de la simpatía de la gente, pero sobre todo que no estuviera contaminado por el turismo masivo.
    Un abrazo: emilio
    PD. el otro día me acordé de tí. Ponían en La 2 un documental sobre el río Orange y me dije: "Por aquí ha debido andurriar el viajero insatisfecho en más de una ocasión: ¿me equivoco?

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    1. Pues pasamos, Emilio. El autobus se inclinó bastante pero triunfó.
      Me alegra que te acordaras de mi. Por el rio Orange solo estuve una vez, pero nada especial. Supongo que el reportaje sería bueno y contaría su historia. Interesante.

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