27 de octubre de 2008

De la yegua, claro

Aparte de sus viajes, necesitados del avión como transporte, este mochilero realiza intermitentes idas y venidas a su tierra natal que le ayudan a soportar el calvario madrileño. Ya en el pueblo que le vio nacer, si el tiempo le acompaña, cultiva matojos que a nadie interesan, riega con esmero arbustos inservibles, realiza largos paseos por los campos, descansa apoyado en un ribazo y vuelve a retomar su caminata cuando el cuerpo se encuentra entre relajado, después de su agarrotamiento anterior, y alegre, lo que anima nuevos pasos.
En su último viaje terruñero, una garbosa yegua soportó durante un buen rato su inconsciencia aventurera. Le permitió subirse y obedeció sus órdenes de carrera. Sintiéndose crecido por el éxito momentáneo y consentido, el viajero insatisfecho intentó ponerse de pie en su lomo desnudo.
No tiene constancia de que al animal en cuestión alguien, entonces, le susurrara al oído para que detuviera su galope, que lo hizo, lo que dice mucho de la inteligencia del animal pero también de la estupidez del viajero.
El público asistente a una cercana reunión aplaudió la reacción.

De la yegua, claro.

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22 de octubre de 2008

Restaurante Oro

- Mucho turismo aquí ¿dices?. Entra más turismo en Fuengirola en un mes que en toda Costa Rica en un año.
Quien se expresaba así, era un fuengirolés (?) afincado en Puerto Viejo (Costa Rica), con un restaurante de comida española (sin duda alguna, el mejor de aquel pueblo playero, plagado de sitios para comer), amante de su tierra natal y fervoroso defensor de la Seguridad social española que le había -dijo- salvado la vida.
Y gratis, añadió.
Este viajero insatisfecho, hospedado unos días en una de sus habitaciones, habló alguna noche con él mientras cenaba las mejores viandas desde su llegada al país. Divorciado de su mujer española, estaba casado con una muy trabajadora y joven nicaragüense que le cuidaba como si fuera su “particular-Dios”. Vigilaba su dieta, impuesta por la Seguridad social, no le permitía un sólo esfuerzo y controlaba sus cervezas como si en ello le fuera su futuro.
Que le iba.
El personaje era Antonio y llevaba, entonces (2005), con maestría el Restaurante Oro (sólo cenas).
No dejéis de visitarlo.
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Cerca de Puerto Viejo, estaba la reserva indígena de Bribri. Para llegar a sus aledaños había que tomar este simpático y colorido autobús.

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16 de octubre de 2008

Niños kogis


Al publicar esta fotografía en estos tiempos actuales de -a veces- ramplona paranoia pederastia, este viajero insatisfecho no sabe por qué sintió riesgo o, quizás, inseguridad. Pero tan natural le pareció la fotografía, tanta sinceridad vio en ella, tan inesperado fue el encuentro en aquel paraje con este par de niños, con su particular vestimenta blanca, que no puso reparos en compartirla.
Más tarde comprobaría que su fortuita aparición constituía el anuncio de un cercano poblado kogi, originario y habitante de la Sierra Nevada colombiana, afincado al lado de la ruta, por aquellas sendas en laderas montañosas.
Les cruzó el pequeño arroyuelo en brazos, aunque seguro lo habrían cruzado ya cientos de veces, ligeros y rápidos; habló con ellos cuatro palabras, y les pidió prestada una sonrisa para la instantánea, aunque eran sumamente reacios a cualquier muestra de simpatía
Obtuvo la sonrisa, y continuó su marcha.
Mientras el mochilero descansaba, apoyado en una cabaña de madera y paja de la comunidad kogi, los pequeños aparecieron tímidos por la misma estrecha vereda que trajera hasta allí a este curioso caminante.
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10 de octubre de 2008

Criterios viajeros del viajero insatisfecho

Hay muchos criterios para catalogar a los viajeros.
Muchos, y muy distintos.
Cada individuo tiene los suyos.
Un criterio, entre otros, para juzgar al viajero de nuestros días es la pura apreciación subjetiva, el derecho que tiene cada individuo a hacer sus propias conclusiones de acuerdo a sus gustos y disgustos. Un paladar puede definir aquel recorrido de turisteo anodino y estúpido, y otro de viaje magnífico, bueno, regular o malo.
Desde el punto de vista de este mequetrefe mochilero -ajeno siempre a las críticas malintencionadas- la única forma de evitar las buenas ofertas de operadores turísticos es librarse uno mismo de consignas preestablecidas y de los principios que sólo ven negocio, independientemente de la calidad de sus ofertas, que imponen valores y falsos valores, en contra de lo que supone atesoramiento de aventuras, sensaciones, experiencias, y venden lo que venden únicamente porque ellos deciden que es bueno, y lo tienen que “propagandear” como bueno.
Peleemos por nuestros esquemas viajeros, rebelándonos contra carteles anunciadores de viajes espectáculo, que venden cultura viajera enlatada, que generan divertimentos falsos para paralíticos de la aventura, de las contingencias o empresas de resultado incierto.
¡Quédense en casa, señores, o digan a sus amigos que, por unos días, van a cambiar de residencia!. Nada más.
Busquemos la autenticidad del viaje sentido y vivido, nada de simulacros y rutas acartonadas por los guías de turno. Porque el viaje es impulsor de cultura tanto interna como para la gente local; es centro neurálgico de vida espiritual; es goce de sentimientos, y es enseñanza para contrarrestar las imperfecciones que nos imponen, entre otras, la vida rutinaria y, como no, la política. Siendo extremista, con el viaje se atesoran unas formas ideales de ser, de amar, de vivir y sentir.
Sólo si el viaje recupera esas esencias de libertad, de individual aventura, se emancipa de land rovers innecesarios, de camellos contratados, de lanchas rápidas, de grupos-para-que-salga-más-barato y se apoya en las -también- esencias de las gentes del lugar, merece la pena disfrutarlo.

Si no, ¡al carajo!.

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4 de octubre de 2008

El sadhu

El shadu recogió el trozo de granada que le entregó el viajero insatisfecho en su palma de la mano.
Con suavidad (Aquello le convirtió en “su sadhu”).
Con la misma suavidad que le vio alejarse tan solo unos metros. Con la misma suavidad que se acercó a pedírsela, con un gesto. Casi quitársela. Con la misma suavidad que miró al viajero blanco y barbudo un instante, justo al tomar la granada.
Una mirada que hizo las veces de agradecimiento.
El mochilero observaba a “su sadhu” sorprendido, aunque no fuera la primera vez que veía a un personaje así. Hay muchos por las calles de la India, muchos escondidos en los lugares más insospechados, observando la religiosidad de la vida con la nitidez de un asceta, con la complejidad de una persona perdida y lejana.
Con suavidad y una lentitud pasmosa fue sacando el contenido de la granada, grano a grano. Un joven hindú pasó a su lado y dejó caer una rupia en su saco semivacío que tenía a los pies. El mochilero miraba, y oía el agua del Ganga (río Ganges) que pasaba al lado de la suavidad del sadhu. Sentado, tranquilo, en silencio, con su pelo moreno atado en moño, los brazos apoyados en las rodillas, su larga barba blanca, casi cenicienta, formando una típica silueta oriental.
[Le sacó una fotografía].
El que nunca haya tenido a unos metros a un sadhu nunca contrastará con lo que es su ajetreada vida propia y personal. Este sadhu de Rishikesh respira su ciudad sagrada. Palpa a la madre Ganga, que se muestra salvaje y ruidosa a su paso capitalino.
No pareciera Rishikesh el lugar ideal para meditar, pero lo es. Este viajero vio occidentales -tal vez patrañeros- vestidos de ascetas monacales, de imagen rasta y llevando una aparente vida de meditación. Aunque nada que ver con la verdad que transmitía “su sadhu”, cercano, en la ribera del Ganga.
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