1 de junio de 2007

Un anciano viajero sería un SABIO

En general, un anciano viajero -no el que escribe entradas en esta blog como si fuera una imperiosa necesidad (ni es anciano, ni experimentado)- que luciera una barba larga y cana sería un SABIO.
Tendría una cabeza rebosante de sabiduría y unos ojos que habrían leído y descifrado el libro de la vida. Habría visto la absoluta pobreza de los niños intocables de la India y sabría lo que es la desesperanza; habría visto los niños europeos amparados por su impuesta y sencilla riqueza y sabría lo que es la alegría. Sabría que el sol da la vida al europeo que tiene agua en abundancia para saciar la sed, pero también que el sol trae la muerte al etíope que sufre su impacto en el desierto. Conocería la miseria en lugares lejanos y conocería la abundancia cuando aterrizara en su aeropuerto cercano.
Sabría lo que es la sed pero, también, la saciedad. Y sabría distinguir entre el desierto y el oasis.
¿Eso no es sabiduría?.
Para el anciano viajero, pasar a la vida rutinaria y prolongada en el lugar donde nació siempre sería el último recurso, una derrota intelectual y vital, una especie de degradación personal.
Por eso, este otro -el viajero insatisfecho- que relata y escribe de viajes, y que en su imaginación conoce a ese anciano viajero, recomienda viajar, moverse, trajinar el espíritu por otros lugares aunque, en la distancia, la mente añore el lugar donde nació.
Nunca llegará a ser SABIO, tal vez ENGREÍDO.
¿O ya lo es?.

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